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La Educación moral: una necesidad en las sociedades plurales y democráticas

27 Septiembre, 2012

"En el artículo el autor presenta dos tipos de argumentaciones que considera destacables en orden a justificar la importancia y la necesidad pedagógica de la educación en valores y de la educación moral. El primer tipo de argumentación es de carácter estrictamente pedagógico, y se centra en la necesidad y conveniencia de tal tipo de acción pedagógica. El segundo tipo de argumentación es de carácter socio-pedagógico y político. Recogemos en este bloque de consideraciones aquellas características socio-culturales que permiten afirmar, a nuestro juicio, que en la actualidad la acción pedagógica sistemática sobre este ámbito educativo es una condición necesaria para alcanzar un nivel de alfabetización funcional suficiente en sociedades plurales y democráticas. En un tercer apartado se ofrecen algunas reflexiones teóricas y algunas pautas de carácter teórico-práctico para favorecer el trabajo en éste ámbito de la educación, central y fundamental en la formación humana y especialmente en el marco de sociedades abiertas, democráticas y plurales”

La Educación moral: una necesidad en las sociedades plurales y democráticas

Escrito por: Miquel Martínez Martín. Doctor en Pedagogía por la Universidad de Barcelona Nuestra sociedad y nuestra cultura se presentan en el contexto informativo y tecnológico propio de esta década, como un lugar y un tiempo en el que el respeto a las minorías, que sería un claro indicador de una sociedad democrática, no está garantizado, y en el que el cultivo de la autonomía de cada uno de nosotros y de nuestras capacidades de autodeterminación y liberación no está suficientemente atendido, ni en el ámbito de la educación formal ni en el de la educación no formal e informal. El sistema socio-cultural en que vivimos nos ofrece, a cada uno de nosotros, más situaciones de desarmonía entre nuestras expectativas y posibilidades que antes, con el consiguiente nivel de riesgo que ello puede suponer a nivel afectivo, laboral, familiar y, en definitiva, en el logro de los niveles deseados de autoestima y seguridad personal. Los medios de comunicación de masas, la propaganda de todo tipo y la publicidad en especial, producen efectos de clara homogeneización cultural y expresiva, y una uniformización de actitudes ante fenómenos como el consumo, la competitividad y la sacralización de lo productivo y de la eficacia por la eficacia en sí misma, que dificultan seriamente la promoción de lo singular, de la diferencia, de lo minoritario y de nuevas formas de concebir el mundo. Se enfatiza en exceso la importancia de la democratización de la cultura y no se atiende, con igual energía, la voluntad a la construcción democrática de la cultura. Se insiste en la conveniencia del respeto al equilibrio ecológico y sistémico de nuestro planeta, pero no se actúa con suficiente coherencia con lo que se predica. Se afirma y constata la realidad multicultural de nuestro momento histórico, pero las realidades socio-laborales y la defensa de las culturas y de los territorios que les son propios se imponen, y dificultan la convivencia, la tolerancia y el respeto entre los mismos. En síntesis, la democracia, tanto en su dimensión política e institucional como en sus manifestaciones comunitarias de carácter interpersonal, no ha alcanzado los niveles de suficiencia que en ella se han depositado. Sin embargo, y a pesar de ello, su legitimidad y necesidad hacen que la democracia actual, en culturas como la nuestra, sea un estado inicial de indudable valor para el progreso en el logro de objetivos como los planteados a modo de ejemplo y que sin duda son objetivos clave del proceso de profundización y optimización democrática que debe caracterizar las próximas décadas.

1.1. El reto de la educación en la sociedad de la información y de las tecnologías

Las funciones de las instituciones educativas han sufrido a lo largo de la historia cambios notables, pero han mostrado también algunas constantes o tendencias que propiamente podrían considerarse como «notas» o elementos esenciales de las mismas. Entre estas constantes podemos destacar el aprendizaje de la lectura y la escritura, la adquisición de hábitos y normas de comportamiento y el dominio del cálculo. Según se trate de instituciones formales o de ámbitos no formales de la educación, algunas de estas constantes permanecen en su sentido estricto o se suponen implícitas o ya adquiridas con anterioridad. En el fondo y en última instancia, estos aprendizajes pretenden dotar a la persona del bagaje necesario para su integración social y cultural y para su inserción en la vida activa del grupo al que pertenecen. A través de la educación se procura así que las personas logren niveles progresivos de desarrollo y de participación en los ámbitos del trabajo, del tiempo libre, de las relaciones interpersonales y de la cultura. Así la escuela, y por analogía las diferentes instituciones educativas, han ejercido una función que puede interpretarse de forma doble. En ocasiones pueden identificarse como de reproducción social o de integración en el sistema socio-cultural dominante en el territorio al que pertenecen. En otras pueden identificarse como de liberación y de crecimiento personal y colectivo si los efectos de la educación, a nivel individual o grupal, han producido cambios sociales, culturales y/o políticos orientados al progreso personal en ámbitos como los de las libertades, los derechos, la crítica, la participación y el control del poder por parte de los ciudadanos. En sociedades como las nuestras esta doble acepción o posible identificación de las funciones de la educación puede entenderse como asociada a sectores diferenciados según su nivel de acceso al control de la sociedad. Esta posibilidad identificaría la función reproductora y orientada a la inserción con el sector menos favorecido en el ejercicio del control de la sociedad y la función liberadora y creativa con el sector más favorecido. Erwin Laszlo se ha referido al papel de la tecnología como clave de la evolución humana y también de la socio-cultural y biológica. Laszlo afirma que nos encontramos en el periodo más apasionante y crítico de toda la historia de la humanidad. Ciertamente una de las claves de tal realidad es la revolución tecnológica, y no sólo por sus implicaciones obvias en la creación de nuevas condiciones de transformación por parte del hombre de la energía que existe en el universo, sino también por sus implicaciones en la creación de una nueva sociedad emergente caracterizada no únicamente por la información y la tecnología sino sobre todo, especialmente para nosotros, por el conocimiento y las comunicaciones. Sin duda estamos ante una gran oportunidad pero también ante una gran amenaza, parafraseando al científico húngaro. Es necesario apostar pedagógicamente para que la amenaza no sea tal y la oportunidad sea bien aprovechada. Es posible que la sociedad, que somos todos nosotros, evolucione conscientemente y de acuerdo con fines determinados, pero también es posible que la evolución de las estructuras sociales aplaste a cada uno de nosotros y nos someta a condiciones no humanas y opresivas en el marco de nuestro propio sistema socio-cultural. No se trata de oponer la singularidad humana y su derecho a la autodeterminación y liberación a la del sistema socio-cultural. Se trata de entender que no es posible un sistema socio-cultural en evolución sin la evolución de las especies que lo forman y, entre ellas, la del género humano. Se trata, en definitiva, de entender que la optimización humana, de cada uno de nosotros y de todos nosotros, es una condición necesaria aunque no suficiente para la optimización del sistema socio-cultural de la sociedad y de la humanidad en su conjunto. El reto no es fácil y la tarea es compleja porque lo es la evolución humana y en especial el proceso de hominización, y, por supuesto, la educación. Ante esta «bifurcación catastrófica»1 debemos intervenir de forma eficaz y positiva, a pesar de los desarrollos tecnológicos acelerados y difíciles de prever, los preocupantes incrementos de la población a nivel mundial, la pérdida de valores tradicionales, la inestabilidad de los niveles necesarios de cohesión social, la difícil si no imposible solución al paro y la desarmonía entre los logros de las instituciones, las ideologías y los sistemas políticos y religiosos y las expectativas que habitualmente se han depositado en ellas. La intervención no puede ser exclusivamente pedagógica, pero, en el amplio espectro de acciones, la pedagógica puede desempeñar un papel relevante aunque sus efectos sean difíciles de constatar a corto plazo y se muestren diluidos en el conjunto de efectos deseables a medio y largo plazo. La sociedad del conocimiento y de las comunicaciones no es la sociedad en la que vivimos todos los seres humanos, a pesar de los desarrollos tecnológicos y de la información que conforma nuestro entorno. Información y conocimiento, tecnología de la comunicación y comunicación humana no son sinónimos. Lo deseable es que esta sociedad y la futura sean sociedades del conocimiento y de las comunicaciones y no sólo de la información y de la tecnología. Pero para ello es necesario que cada uno de nosotros y todos nosotros estemos en condiciones de conocer y de comunicar y de comunicarnos. Nada asegura que la información suponga siempre conocimiento, ni tan siquiera que el conocimiento suponga aprendizaje, ni que todo aprendizaje suponga optimización humana, es decir, educación. La era del conocimiento y de las comunicaciones plantea uno de los problemas más antiguos y a la vez más constantes en el debate pedagógico, pero lo plantea en un contexto en el que el poder sobre el control de la información y el de los medios de producción del conocimiento se encuentra concentrado en un sector minoritario, elitista de nuestra sociedad. El problema se plantea en los siguientes términos: se potencia el liderazgo de los mejores y el desarrollo de las competencias de los que poseen mejores disposiciones, o se potencian al máximo las competencias de todos y cada uno de nosotros. Existen planteamientos y estrategias en los dos sentidos: en el primero, bajo el signo de la eficacia social y colectiva para el progreso de la humanidad y, en el segundo, bajo el signo de la eficacia social y colectiva a partir de grados de participación, decisión y compromiso de mayor alcance social y de mayor respeto a la singularidad de la persona y a la democracia cultural y educativa. Sin duda nos inclinamos por la segunda, pero ello no puede quedarse en una declaración de intenciones sino en un plan de acción pedagógica que posibilite la realización de aquello que hasta aquí sólo es un principio inspirador de la acción o una idea directora de nuestras posibles estrategias. Para ello es imprescindible que abandonemos posiciones centradas en la acción pedagógica como aquella que muestra conocimientos, y hemos de adoptar posiciones que consideren la acción pedagógica como aquella que desarrolla y potencia los procesos que hacen posible la adquisición de la información, su selección, tratamiento, ordenación, estructuración significativa y su transformación en conocimiento. De igual forma hemos de abandonar posiciones que centran su atención en el desarrollo de la cohesión social y de la cultura cívica sin más, y adoptar posiciones que, respetando lo anterior, pretenden alcanzarlos a partir del desarrollo del juicio basado en criterios personales, en grados de autonomía, en conciencia y autoconciencia progresivos que hagan posible el ejercicio de la libertad no sólo de actuar sino de pensar y de querer y el ejercicio de la responsabilidad no sólo legal sino auténtica.

1.2. La educación como optimización humana

Nuestra idea sobre la educación como un tipo de relación que potencia la optimización de la persona se enmarca en una concepción de la persona como sistema inteligente. Por ello nuestro trabajo se centra en determinar qué procesos son los responsables de que la persona, como sistema inteligente, manifieste niveles de optimización progresivos, y también en determinar la tipología de interacciones y entornos que favorecen tal optimización. La primera cuestión está centrada en la selección de los procesos más relevantes, mientras que la segunda debe permitir inferir las estrategias de acción pedagógica más adecuadas. En relación con la primera de las dos cuestiones clave planteadas, nuestro enfoque sostiene una concepción sobre lo inteligente que ha sido objeto de otros trabajos2y que puede encontrarse fundamentalmente en nuestro estudio sobre inteligencia y educación3. En este sentido, y entre otros, el trabajo de Robert J. Sternberg4 permite afirmar que nuestro enfoque se puede inscribir, por su orientación, en el conjunto de aquellas perspectivas que se ocupan de lo inteligente desde el enfoque del procesamiento de la información. Sternberg, en su trabajo sobre la triarquía de la inteligencia, teniendo en cuenta las diferentes perspectivas sobre el procesamiento de la información, y en orden a una mejor comprensión de la inteligencia, sostiene que ésta debe ser abordada fundamentalmente en función de tres aspectos del procesamiento humano de la información: los mecanismos del funcionamiento inteligente, los niveles de ejecución en los que estos mecanismos implican un rendimiento inteligente, y la relación entre inteligencia y mundo externo. Sin embargo y a pesar de compartir la afirmación de Sternberg, creemos que es imprescindible atender en el estudio de la inteligencia humana un tercer aspecto: el que hace referencia a la conciencia5. Sternberg insiste en algo que nosotros hemos concebido desde el enfoque cibernético y sistémico sobre lo inteligente como clave del comportamiento de un sistema inteligente. Lo inteligente implica adaptación, selección o modificación del medio próximo del individuo, en términos de aquél, o si queremos en nuestra terminología: adaptación y proyección. Este aspecto, y a partir de los trabajos de Alexandre Sanvisens en torno a esta temática, se nos presenta fundamental en el estudio de la educación y en el diseño de la acción pedagógica. Propiamente se nos presenta como la dimensión más genuina de la inteligencia humana y como el nivel de optimización de los sistemas inteligentes más complejo y más próximo al sentido y al concepto de la acción pedagógica y de la educación. Nuestro planteamiento sostiene cuatro dimensiones en el comportamiento de los sistemas inteligentes: la codificativa, la adaptativa, la proyectiva y la introyectiva. Las perspectivas de Sternberg y de Robert Gagné6 atienden, si bien desde posturas diversas, las tres primeras dimensiones de forma más o menos completa. No obstante, difícilmente puede afirmarse que atiendan propiamente a la cuarta de ellas. La dimensión introyectiva, que trata a los fenómenos de autoconocimiento y de conciencia, ha estado escasamente atendida en los estudios sobre la inteligencia, salvo honrosas excepciones y, en cambio, ha sido una de las más consideradas en los estudios sobre educación, de forma más o menos implícita.

1.3. Dimensiones de la optimización humana

La dimensión codificativa permite a la persona transformar en sistemas de signos la realidad percibida y expresarse en sus diferentes formas mediante la utilización de códigos. Es una de las dimensiones que resulta optimizada a través de los procesos de socialización y de endoculturación. El papel de la educación y de las instituciones educativas es clave en la potenciación de esta dimensión humana. Cuando hablamos de esta dimensión nos estamos refiriendo a aquella que puede manifestarse mediante sistemas de codificación tanto analógicos como arbitrarios e, incluso, mediante sistemas de codificación relacionados con manifestaciones de carácter natural, espontáneo y «no codificadas» en sentido estricto, que en ocasiones pueden derivar en formas apropiadas para captar la realidad a través de procedimientos neurísticos e intuitivos. El aprendizaje de sistemas de signos y lenguajes, incluidos los de la imagen, la imagen en movimiento, la música y otros lenguajes de carácter artificial, actúan como procesos que podrían considerarse adecuados para la optimización humana en esta dimensión. La dimensión adaptativa permite a la persona ajustarse a las variaciones del medio y modificar sus manifestaciones de acuerdo con patrones o valores establecidos exteriormente al sujeto. Los procesos de heteronomía moral, de adaptación en sentido estricto a normas, valores y actitudes establecidas como deseables a nivel social y de regulación y autorregulación en función de criterios externos, son ejemplos de este tipo de optimización humana. La educación, en la medida que supone conformación a hábitos, aprendizaje de habilidades y destrezas y adaptación de estilos cognitivos a sistemas de resolución de problemas, ejerce un poder optimizante de este tipo de dimensión. Evidentemente existen sistemas artificiales y animales que manifiestan niveles elevados de optimización codificativa y adaptativa; sin embargo, en nuestra exposición queremos insistir en que tales niveles, aunque no suficientes, son necesarios para el logro progresivo de perfectibilidad humana. Existen planteamientos pedagógicos que han insistido en exceso en la potenciación de estas dos primeras dimensiones, y también existen otros que han criticado tales concepciones de la educación e incluso que han afirmado que las mismas formulan objetivos dudosos o contrarios a los que deberían ser auténticos objetivos de la educación. En éste sentido, y a pesar de su carácter insuficiente, sostenemos que la potenciación y el progreso en estas dos dimensiones de la optimización humana son del todo necesarios, y que su menosprecio puede plantear dificultades notables cuando no insuperables en el desarrollo optimizante de las dimensiones más genuinamente humanas que nosotros caracterizamos como proyectiva e introyectiva. La adaptación, tal y como la hemos conceptualizado, lo es en sentido estricto, ya que la caracterizamos por su carácter heterónomo, y supone un tipo de aprendizaje humano activo pero en función de pautas no generadas por el propio sujeto ni basadas necesariamente en criterios personales. La dimensión proyectiva nos sitúa en una perspectiva centrada en la optimización humana como motor de crecimiento y de autonomía personal. Permite a la persona progresar en la capacidad de generar patrones propios basados en criterios personales, de crear orden en el medio, de dotar de significación a la información que le rodea y, en definitiva, de ser protagonista y factor fundamental de su propio desarrollo y optimización. Esta dimensión está relacionada con la creación y manifestación de formas propias de pensar, de organizar y de resolver las situaciones problemáticas, y de manifestarse de forma creativa en un medio complejo. La capacidad de las personas para adaptarse al medio, y en especial a los medios hipercomplejos, es un indicador de su potencial proyectivo y supone un nivel de progreso y de perfectibilidad humano elevado de especial interés a partir de los niveles de la preadolescencia. Entendemos que la educación debe procurar incidir de forma especial en esta dimensión humana, y entendemos también que tal incidencia debe ser complementaria de las que sin duda ejerce sobre las dimensiones adaptativa y codificativa antes consideradas. La dimensión introyectiva permite a la persona progresar en su autoconocimiento, en formar su autoconcepto y en adquirir así grados progresivos de conciencia. En la optimización humana de carácter introyectivo pueden diferenciarse dos niveles: el relativo a la conciencia y otro a la autoconciencia. El primero permite que la persona sea capaz de autoconocerse como autor y como factor de sus acciones y pensamientos, de darse cuenta de que es ella la que actúa y piensa. El segundo permite a la persona ser capaz de pensar que es ella la que piensa, que está pensando o actuando. Este segundo nivel, el de la autoconciencia, es el que puede permitir procesos de liberación y autodeterminación personal y se relaciona con la imputabilidad y la responsabilidad como dimensiones característicamente humanas. Cuando Turing se planteaba si las máquinas podían pensar se estaba refiriendo en última instancia a esta dimensión, y propiamente su pregunta debía entenderse como: ¿pueden las máquinas pensar que están pensando? Esta es la dimensión más profunda de la persona como sistema inteligente, y en ella debe incidir la educación si pretende agotar las posibilidades optimizantes que la caracterizan. Cuando nos referimos a la persona como sistema inteligente no estamos reduciendo nuestro análisis a las dimensiones clásicamente identificadas como racionales o intelectuales en sentido estricto, sino que nos estamos refiriendo a la persona en su compleja y multiforme realidad, tanto racional como afectiva, sensitiva, expresiva y volitiva.

1.4. Educación y madurez humana

La educación entendida como optimización en estas cuatro dimensiones debe entenderse y procurarse como un tipo de optimización que afecta a la persona en todas sus dimensiones, no sólo las del juicio sino también las de la acción, las de los sentimientos y afectos y la de la voluntad. Nos estamos refiriendo a la educación como catalizador positivo de madurez humana, integral y compleja. Sin embargo y a pesar de todo lo afirmado, se ha constatado que en la educación formal y en las instituciones educativas, incluso en los casos en que la preocupación por la calidad pedagógica es una característica destacable de ellas, el tipo de procesos y capacidades menos implicados es el que afecta a las dimensiones introyectivas y proyectivas de la persona como sistema inteligente, variando su intensidad en orden decreciente conforme se avanza en edades y exigencias académicas por áreas. Se deduce de lo anterior -desde nuestra perspectiva- que uno de los objetivos de la educación debe ser sin duda la intensificación de acciones pedagógicas en los ámbitos formal y no formal de la educación vinculados al ejercicio y desarrollo de procesos afines o coincidentes con los que potencian las dimensiones proyectivas e introyectivas de la persona7. Nos estamos refiriendo, en primer lugar, a situaciones pedagógicas que potencian procesos como son resolución de problemas de diferentes tipologías, reales, simulados y/o formales y que implican la adquisición y el ejercicio de estrategias cognoscitivas de diferentes grados de complejidad. Nos referimos, en segundo lugar, a situaciones pedagógicas que potencian procesos de construcción del propio yo, desde la construcción de un adecuado esquema, precepto y/o imagen corporal; al ejercicio de procesos que desarrollen las dimensiones señoriales de la persona en sus diferentes formas y que potencien sus competencias expresivas y creativas, hasta aquellas que colaboren en el desarrollo de juicios a partir de criterios personales o aceptados como buenos para el desarrollo social de la persona y de la colectividad, y también las que capaciten a la persona para disponer de la «fuerza moral» que haga posible su actuación acorde con los objetivos y valores construidos y asumidos por ella. Estos objetivos relativos al tipo de procesos educativos que presentan mayor déficit en una primera aproximación a la realidad educativa actual, sobre todo en el ámbito formal, han sido también importantes en otros momentos históricos pero adquieren un valor especial en las décadas actual y futura, porque hacen referencia a aquellos aspectos que al principio de este documento se nos presentaban como los que con mayor urgencia y relevancia se debían abordar pedagógicamente. Hablamos del compromiso de hacer posible que la sociedad de la información y de las tecnologías lo sea también del conocimiento y de las comunicaciones. Sólo un elevado potencial proyectivo y de aprendizaje que permita ordenar nuestro entorno en función de patrones propios, que permita aprender a pensar y a crear un medio propio, hará posible que la información que está en el mundo que nos rodea sea transformada significativamente por cada uno de nosotros en conocimiento. Sólo el ejercicio de aquellos procesos que hacen posible que la persona se reconozca a sí misma, tanto sensorial, extereoceptiva como propioceptivamente, como cognitiva y actitudinalmente, y el desarrollo de un juicio propio en el marco del juego de valores cívicos y sociales aceptados comúnmente en nuestras sociedades más próximas, cultural y políticamente, harán posible que la persona sea capaz de autorreconocerse y de presentar niveles progresivos de autonomía y de autoconciencia que garanticen su liberación y autodeterminación en el contexto socio-cultural que le sea propio y que, sin duda, supondrá procesos de conformación y socialización a los que la persona no sólo no será ajena sino en los que debe participar, pero de forma singular.

2.1. Hacia un modelo de sociedad y de democracia real

Se ha afirmado que el Estado Benefactor todavía no es una realidad en ninguna parte; está constantemente en proceso de realizarse8, y también se ha afirmado que ninguna de la realizaciones de la democracia ha respetado y potenciado lo que puede caracterizarla como democracia legítima, como democracia real9. De igual forma es del dominio público que el Estado Benefactor, el Social, el Providencial o el del Bienestar, según se prefiera, está en crisis y que la democracia cuyas realizaciones conforman nuestra vida social y política es insatisfactoria. Tanto el Estado del Bienestar como la democracia surgen con nobles intenciones y representan aproximaciones considerables a un modelo de sociedad justa, pero ni el uno ni la otra son perfectos ni suponen la solución a los problemas de nuestro momento socio-histórico y cultural. Esto puede deberse a defectos en su funcionamiento o a que no han asumido con todas sus consecuencias el factor o conjunto de factores que pueden contribuir a su optimización y mayor eficacia. A pesar de los posibles defectos de funcionamiento nos inclinamos a pensar que el problema radica en que no han asumido con todas las consecuencias los factores necesarios para el logro de una sociedad más justa y de progreso. J. Rawls10, al indicar los principios sobre los que debería basarse una sociedad para ser justa, señala en primer lugar el derecho de toda persona al más amplio sistema de libertades básicas compatibles con un sistema de libertad semejante para todos, y en segundo lugar, que las desigualdades económicas y sociales estén gobernadas de forma que beneficien a los más desfavorecidos, y en función de un ejercicio del poder accesible a todos en condiciones de equitativa igualdad de oportunidades. Por su parte, la noción de progreso, y sobre todo la consideración de aquello que realmente puede constituir un auténtico motor de éste, es expresado con claridad por A. Cortina11 al afirmar que «sólo la actitud, propugnada por la tradición democrática, de atender no sólo a los intereses propios, sino a los de todos los afectados por un pacto, actitud que revela un sentido democrático de la justicia, puede constituir un auténtico motor del progreso». Ciertamente y aun reconociendo las aportaciones que han supuesto los modernos Estados del Bienestar a diferencia de los planteamientos más neoliberales, y los logros y realizaciones de los Estados democráticos a diferencia de otras formas de organización política y social, la distancia entre lo realizado y lo que debería ser real es notable. Ante esta situación es necesario reflexionar una vez más e insistir en nuestra práctica pedagógica y, por lo tanto, en el marco del diseño de la política educativa, a favor de opciones que contribuyan a una transformación profunda de los Estados del Bienestar y de las democracias de corte excesivamente elitista y escasamente participativas, es decir, preocupadas más por el equilibrio social que por el logro de formas de vida individuales y comunitarias valiosas. Este tipo de opciones debe poder concretarse, por ejemplo, en acciones orientadas al logro de situaciones de democracia educativa y cultural y no sólo al de la mejora de la oferta democrática de servicios educativos y culturales. A pesar de que hace más de dos décadas que el principio de «Democracia cultural» fue propuesto, no por ello sus realizaciones son acordes con la realidad a la que este término se refiere.

2.2. Estado del Bienestar y derecho a la igualdad

La cuestión del Estado social de derecho gira en torno a un eje fundamental: la igualdad. Sin embargo, este derecho a la igualdad es identificado por autores como R. Cotarelo12 como el derecho problemático por excelencia. El concepto de igualdad es quizás uno de los más complejos tanto desde el análisis filosófico como del jurídico. Si descartamos la aceptación de igualdad como nivelación que lo que pretende no es la igualdad sino la igualación, probablemente -como señala Cotarelo-debamos suscribir la posición liberal moderada e ilustrada según la cual todo lo que cabe entender por tal concepto es la «igualdad de oportunidades»13. Probablemente las otras formas de igualdad, a excepción de la igualdad ante la ley que en nuestra legislación está forzada a través de la enumeración de discriminaciones que están prohibidas, pueden entenderse como uniformización, y en la medida en que así son entendidas son rechazadas por la mayoría. El derecho a las desigualdades es aceptado por la mayoría de la población a excepción de la desigualdad en oportunidades materiales, a pesar de que ciertamente esta última pueda suponer, en mayor o menor medida, formas de igualación no tan deseables. Por otra parte, no existe acuerdo entre los especialistas en torno al concepto de igualdad en términos jurídicos y en torno al grado en que los poderes públicos deben actuar como factores reales que hagan posible el logro de niveles progresivos de igualdad. La posible doble consideración de la igualdad como un valor que la constitución propugna o como un principio que garantiza, es un ejemplo más de la escasa univocidad del término y de la falta de acuerdo sobre el alcance del mismo. Cotarelo, citando a F. Laporta14, insiste en que de entre todos los derechos económicos y sociales, el de la igualdad es el verdadero símbolo que legitima el Estado del Bienestar. Pero, de igual forma, insiste en que lo complejo es sostener el principio de legitimidad de un modelo de Estado que considera básica la intervención en materia social y económica para el logro de cotas mayores de igualdad, cuando este objetivo no es compartido por la totalidad de sus ciudadanos. El Estado del Bienestar, desarrollado especialmente a partir de la Segunda Guerra Mundial en la Europa occidental, ha supuesto un cambio notable en relación con los postulados liberales del Estado y se ha caracterizado por su carácter intervencionista, procurando y asumiendo como responsabilidades propias la plena ocupación, la extensión de la seguridad social a todos los ciudadanos y la generalización de un alto nivel de consumo, así como la de un nivel de vida mínimo para todos los ciudadanos, incluidos los más débiles. Los éxitos de los Estados del Bienestar ante los problemas de pobreza, inseguridad y conflictividad son evidentes y apreciados por la mayoría como indicadores del logro de unos mayores niveles de solidaridad y eficacia. Sin embargo, hemos de reconocer que, sea por causa del Estado o por causas derivadas del proceso histórico más actual, se han creado nuevas formas de pobreza y de exclusión social15. La primera conclusión que suscribiríamos de la anterior constatación sería que, a pesar de que la perspectiva económica y las determinaciones económicas están siempre presentes en el fenómeno social, no sólo las causalidades económicas son las responsables de formas de explotación o marginación como la pobreza o la exclusión social. Existen, junto a las causas económicas, otras de carácter más social, político y cultural, que conforman realidades como las que acabamos de mencionar. J. Miralles sintetiza con claridad las dificultades prácticas del Estado del Bienestar y expone las alternativas neoliberales y neoconservadoras al mismo. Entre estas dificultades destacan las relativas al logro del pleno empleo, la crisis fiscal relacionada con el incremento del coste público y de los gastos sociales, y la actitud de las clases medias, crítica ante la ineficacia y los elevados costes del Estado y a la vez poco partidaria del incremento de los impuestos necesarios para atender a los más desfavorecidos. Estos y otros factores han generado una situación en la que las actitudes propias del neoliberalismo proliferan y defienden, en síntesis, posiciones individualistas partidarias de disminuir la intervención estatal y de favorecer la libre competencia. Como consecuencia, la renuncia al Estado del Bienestar, manteniendo tan solo aquello que beneficie a las clases medias y un modelo de sociedad gobernada por el mercado, son sus propuestas básicas. Por su parte, las posiciones neoconservadoras, en contra de las posiciones neoliberales, no pretenden renunciar al Estado del Bienestar, pero a la vez quieren conservar el capitalismo. Reducen al máximo los logros sociales de este modelo de Estado y a la vez «preocupados por el futuro del capitalismo buscan en la religión una fuente de valores que lo sustente»16. La separación en tres ámbitos, el económico, el político y el cultural, conduce a los neoconservadores a sostener que el cambio cultural y la influencia social que a través de la religión pueda realizarse son suficientes para el logro de sociedades más justas. Olvidan, sin duda, que sin transformaciones políticas y económicas profundas, el cambio cultural, aun siendo necesario, no es suficiente para el progreso.

2.3. Sobre los Derechos Humanos

Las limitaciones del modelo de Estado del Bienestar y los inconvenientes de las propuestas neoliberales y neoconservadoras sobre el cómo abordar la solución de los problemas de carácter cívico, político y económico que caracterizan nuestras sociedades en el marco del área occidental y democrática del mundo, ponen en evidencia el agotamiento de aquellos discursos que permanecen vinculados a lo que se ha denominado la primera y la segunda generación de los Derechos Humanos. Ciertamente se identifican tres niveles o generaciones de Derechos Humanos: el primero, caracterizado por los derechos civiles y políticos y guiado por el patrón de la libertad; el segundo, caracterizado por los derechos fundamentalmente de carácter económico y guiado por el patrón de la igualdad; y el tercero, caracterizado por los derechos relativos a la paz, a la conservación del medio ambiente y a la justicia y caracterizado por el patrón de la solidaridad. Difícilmente podremos superar las limitaciones del modelo del Estado del Bienestar y difícilmente podremos proponer alternativas válidas a éste modelo para el momento socio-histórico actual si no nos situamos en una tercera dimensión o generación de los Derechos Humanos y consideramos como patrones la solidaridad y la justicia. Es necesario modificar las estructuras internas del Estado del Bienestar, porque no estamos ante un problema de funcionamiento sino ante un cambio de dimensión que, sólo asumiéndolo en todas sus consecuencias, puede permitir afrontar el reto que dio lugar al nacimiento de tal modelo de Estado y que no es otro que la defensa y la realización de los valores de libertad, justicia, seguridad y democracia. Un primer cambio que tiene claras connotaciones de carácter pedagógico es el cambio de un modelo de ideologías cerradas y rígidas que estructura los valores y el sistema cultural, por un modelo de matrices de valores. Tal modelo -de acuerdo con lo planteado por J.Miralles- se basa en la adopción de criterios de valores que no pretenden ofrecer soluciones determinadas a los problemas sociales, sino que ofrecen marcos de referencia de valores en los que son posibles proyectos concretos y diferentes que, sobre todo, deben ser capaces de aprender a poder funcionar de forma conjunta en un modelo de sociedad muy intercomunicada y compleja17. Evidentemente, estas matrices de valores deberán estar impregnadas de los grandes problemas que afectan a la supervivencia de toda la Humanidad, y en especial deberán incluir problemas como los siguientes. En primer lugar, el logro de un equilibrio entre el Norte y el Sur, especialmente como garantía de supervivencia del Tercer Mundo. En segundo lugar, el logro del equilibrio entre la potenciación de nuestras culturas propias y el reconocimiento de un universalismo, en el sentido que Habermas concede a este término, y que pretende ser una forma de garantizar la convivencia, el diálogo y el enriquecimiento de las diferentes culturas en contextos en los que reconocemos que nuestra cultura particular no es la única. En tercer lugar, y no por ello menos importante, el mantenimiento y optimización de los equilibrios ecológicos necesarios para conservar la vida del planeta. En otros lugares nos hemos ocupado en especial del segundo de los problemas aquí reseñados. Ahora quisiéramos insistir en que el trabajo pedagógico sobre el conjunto de ellos es uno de los factores que puede contribuir a un incremento notable en los niveles de implicación social en proyectos colectivos y en el ejercicio de la democracia real. Pero para ello es necesario considerar, aunque solo sea de forma breve, el alcance del término felicidad.

2.4. Sobre los diferentes niveles de felicidad

De igual forma que hemos presentado tres niveles o generaciones de Derechos Humanos, y que reflejan la forma cómo las sociedades en diferentes momentos históricos han pretendido resolver sus problemas, presentamos ahora, de acuerdo con E. Guisán18, tres niveles en los que ha adquirido y adquiere sentido el concepto de felicidad. Estos tres niveles son los de felicidad solitaria, felicidad gregaria y felicidad solidaria. Nuestras culturas y sociedades están excesivamente ancladas en niveles de felicidad gregaria y ofrecen resistencias notables para alcanzar el nivel de felicidad solidaria que deberíamos ser capaces de lograr para asumir los niveles de imparcialidad y empatía necesarios en nuestro momento socio-cultural. El nivel de felicidad solitaria viene caracterizado por una casi total despreocupación por intereses que no sean los particulares; por ejemplo, los supraindividuales y transnacionales. Supone la presencia de indicadores en la persona, como ignorancia, inmadurez y falta de capacidad de empatía. Supone un nivel propio de la infancia, entendida aquí y desde el punto de vista ético no como inocencia o pureza sino como falta de desarrollo, tanto racional como sentimental. Las personas adultas que en nuestra sociedad permanecen en este nivel de hedonismo, son hedonistas torpes que no alcanzan, ni de lejos, el logro de los postulados de un hedonismo ético universal en la línea del utilitarismo de J.S.Mill19. Un segundo nivel, el de la felicidad gregaria, puede ser alcanzado incluso en la infancia a través del desarrollo de la compasión y de la comprensión sentimental de los demás, tal y como nos indica Peters20. En dicho nivel de felicidad existe un interés por los demás, aunque éste lo sea sólo en función de uno mismo. Nuestra sociedad consumista y competitiva es un excelente caldo de cultivo para aquellas personas hábiles que saben lo que buscan, que saben conseguirlo y que no precisan, en función de sus intereses, nada más que lo que pueda proporcionarles esta forma de felicidad, imperfecta a todas luces, pero satisfactoria y suficiente para un elevado número de personas en sociedades desarrolladas como la nuestra. Nuestro contexto socio-cultural, que valora al inteligente y bien adaptado, permite una autoafirmación de este tipo de individuos, a pesar del infradesarrollo moral que los caracteriza. Este nivel gregario de felicidad se asienta en la importancia del triunfo ante los demás y en la aceptación de las normas vigentes, incluso las de la tolerancia y el respeto a la diferencia, pero no porque estén dispuestos al logro de niveles progresivos de consenso, sino porque tal aceptación es una forma más de autoafirmación personal. Es éste un nivel resistente al cambio, entre otras causas porque los individuos que en él se encuentran manifiestan escasos niveles de empatía, despreocupación y desconfianza ante proyectos guiados por principios de solidaridad y justicia. El tercer nivel de felicidad, basado en la solidaridad y en la empatía, supone el contenido auténtico del término felicidad así como su búsqueda y cultivo, uno de los objetivos que debe guiar la acción pedagógica.

2.5. Reflexiones pedagógicas

A lo largo de los anteriores apartados hemos insistido en tres cuestiones que resumimos a continuación. En primer lugar, la necesidad de superar los niveles propios de un modelo democrático elitista y meramente participativo, hacia modelos de democracia real que faciliten el progreso hacia un modelo de sociedad más justa. En segundo lugar, la conveniencia de un cambio de valores que, guiados por la solidaridad y la justicia, integre y supere una concepción de los Derechos Humanos basada sólo en aquellos que lo son de carácter civil, político y económico. Tal cambio de valores debe suponer el paso de sistemas de valores rígidos y estructurados como respuestas a los problemas del mundo a un sistema más abierto y flexible, que a modo de una matriz de valores, oriente y permita comprender las grandes preguntas que nos formulamos ante los problemas del mundo y haga posible la formulación de proyectos específicos y diferentes, que tiendan a su solución en un juego de relaciones basado en la búsqueda de consenso, en la comunicación y el diálogo. En tercer lugar, la urgente necesidad de procurar el pleno desarrollo moral de la persona, no sólo en su dimensión racional tendente a la autonomía moral, sino también en sus niveles de felicidad orientados al logro de una felicidad solidaria. Alain Touraine nos presenta en su escrito «Sobre las dos caras del sujeto» cómo «la defensa del sujeto no se reduce a la afirmación activa de su libertad; se apoya también sobre lo que resiste al poder de los aparatos de producción y de administración»21. Sujeto es siempre libertad e historia, proyecto y memoria. Nos dice Touraine que si el sujeto sólo es proyecto individual o colectivo se diluye en sus realizaciones y desaparece; si sólo es historia se vuelve «comunidad» y debe someterse a los depositarios de la tradición. Por ello, cuando desde la moral se apela a la libertad debe hacerse paralelamente a la defensa de la identidad, porque el progreso no sólo debe consistir en el logro de niveles de igualdad, que no de igualación o uniformización, sino que además debe potenciar aquello que es propio y particular, aquello que alimenta la diferencia. Desde esta perspectiva suscribimos que el Estado debe intervenir en la vida privada en la medida que lo hace en nombre de la tolerancia y la diversidad, es decir, para proteger la libertad. En cambio, el Estado no debe intervenir en nombre de la integración y la homogeneidad o uniformización. Sólo los criterios de admisión y no exclusión, expuestos en otros lugares22, deben ser los patrones que guíen las políticas educativas de integración. De acuerdo con Habermas podríamos también afirmar que sólo podemos progresar hacia formas de democracia real si todos y cada uno de nosotros somos capaces de entendernos sobre proposiciones aceptadas por todos, más allá de nuestras ideas e intereses. Obviamente, el reconocimiento y el respeto al otro se convierte así en un fundamento de la democracia más válido que el juego de intereses, su enfrentamiento y equilibrio que desemboca en el establecimiento de compromisos y garantías jurídicas. Son las discusiones y la argumentación, la búsqueda de posiciones de simetría para el diálogo y la comunicación, en definitiva, los caminos que sin duda hemos de considerar para unir lo universal y lo particular. Y es aquí donde la educación adquiere un papel relevante y fundamental. Pero, ¿cómo es posible ésta unión entre lo universal y lo particular sin potenciar lo particular de cada uno? En función de éste objetivo y de otros antes planteados no es posible defender un modelo de educación aséptico, desarraigado de la cultura propia y basado en sistemas de valores fruto de la intersección de los diferentes sistemas que podemos imaginar. Es necesario potenciar la discusión y la argumentación, el reconocimiento y el respeto de lo diferente, pero a partir de la defensa de nuestra identidad y de la potenciación de las otras identidades en particular. A pesar de que no podemos ignorar las diferencias entre el planteamiento de Habermas y el de Touraine cuando enfatizan el primero la comunicación y el segundo la producción de sí mismo como fundamentos y contenidos positivos de la democracia, la consideración pedagógica que nos corresponde efectuar debe ser capaz de superar tales diferencias. Creemos que es posible tal superación si asentamos nuestra voluntad pedagógica en el cultivo de la solidaridad más que en el de la objetividad. Creemos que es posible si intentamos conjugar solidaridad y autonomía personal e intentamos superar los límites de los colectivismos y los individualismos23. Para ello es necesario entender de nuevo que el papel de la educación no es, evidentemente, sólo transmisión de ciertos valores, ni tampoco sólo potenciación de diferentes sistemas de valores, sino que su auténtico sentido en una sociedad pluralista debe adquirirlo en el doble y aparentemente contradictorio y ciertamente complejo juego de potenciación de los valores que ayuden a la construcción de sujetos y culturas a los que se les reconoce su memoria y su historia, su identidad, y a la vez, de potenciación de habilidades y de valores que hagan de todos los ciudadanos gestores de aquello que, a modo de «mínimos», permite diferenciar una sociedad pluralista de una sociedad politeísta o de la yuxtaposición de sociedades monoteístas. Y esa diferencia, aun reconociendo la importancia de la producción del sí mismo, no puede renunciar en su condición pedagógica al cultivo de la razón dialógica y a la búsqueda de consenso, ni al cultivo de la comunicación como clave y fundamento para unir lo particular con lo universal. En este orden de consideraciones, y puesto que la comunicación sólo puede producirse plenamente en condiciones de simetría material y cultural, debemos defender, de acuerdo con lo propuesto por Adela Cortina, dos tipos de derechos derivados de ésta «caracterización teleológica del hablante competente»24. Son éstos el derecho a unas condiciones materiales y a unas condiciones culturales que hagan posible que los interlocutores lo sean de verdad y discutan y decidan en condiciones de igualdad. De dichos derechos el relativo a las condiciones culturales no supone, en modo alguno, una uniformización de condiciones sino capacitar a la persona para replantearse conscientemente y en profundidad los interrogantes de carácter universal a los que responde su cultura, en tanto que cultura. Se trata de potenciar la identidad en el marco de una sociedad que debe orientar sus esfuerzos en función del valor de la solidaridad, y del logro de niveles progresivos de democracia real. Una de las argumentaciones que acompañan nuestro interés por la educación moral y su implantación en ámbitos pedagógicos como la institución escolar, es la necesidad de apreciar y profundizar la vida en democracia y las posibilidades que ésta ofrece, tanto en sus versiones político-institucionales como en sus manifestaciones interpersonales. A pesar de sus limitaciones, la democracia es una óptima forma de vida en sociedad que permite el planteamiento de conflictos de valor tanto de carácter individual como colectivo. Nuestra preocupación por la educación moral queda suficientemente justificada en la medida en que la democracia hace posible el uso del diálogo en la exposición de estos conflictos de valor, en la creación y recreación de principios y normas, y, a la vez, precisa de este juego dialógico y constructivista de valores y normas para su mantenimiento y profundización como tal democracia. La situación personal de algunos ciudadanos en sociedades democráticas presenta un nivel de insatisfacción, de desarmonía entre expectativas y logros, de frustraciones y, en cierta medida, de desencanto, aburrimiento y rechazo social e institucional que puede implicar excesiva inseguridad personal, escasa autoestima y, entre otras, consecuencias como insolidaridad, intolerancia, anomía social y desprecio del diálogo y de la razón como instrumentos básicos para la construcción de formas de vida y de pensar mejores, tanto individual como colectivamente. Esta situación está relacionada con la desaparición de ciertas seguridades absolutas y con la presencia de diferentes formas de vida, todas ellas legítimas pero diferentes, características que, por otra parte, son propias de sociedades pluralistas y democráticas. Para que estas situaciones no se generalicen y para que cada ciudadano pueda vivir en democracia apreciando todos los valores que esta forma de pensar y de actuar comporta, es necesario un esfuerzo de construcción personal por parte de cada uno de nosotros que conduzca a la elaboración de criterios morales propios, solidarios y no supeditados a exigencias de carácter heterónomo. Este es el objetivo de la educación moral. La educación moral supone, desde nuestra perspectiva, potenciar la capacidad de orientarse con autonomía, racionalidad y cooperación en situaciones que suponen conflicto de valores. No es pues una práctica reproductora, no puede asociarse con prácticas inculcadoras de determinados valores, sino que debe entenderse como un espacio de cambio y tansformación personal y colectiva, como un lugar de emancipación y de autodeterminación. La educación moral así entendida no es algo nuevo, es condición necesaria para la práctica de una educación integral, es práctica habitual en muchas instituciones pedagógicas que, preocupadas por la persona de sus alumnos y alumnas, enfatizan esta dimensión de la formación humana; pero también es una práctica infravalorada, no comprendida en sus justos términos e, incluso, confundida con la educación religiosa, la educación política y la educación cívica y social. A pesar de nuestra vida democrática, existen aún personas relacionadas o no con la educación que no sólo confunden educación moral con inculcación de valores o educación cívica en su sentido más estricto, sino que incluso niegan la necesidad de ocuparse de la educación moral, bien porque de acuerdo con tal confusión identifican educación moral con prácticas educativas explícitas e insistentes que tienen como finalidad la transmisión unilateral de valores o normas, bien porque desde una perspectiva relativista en torno a los valores optan por considerar que el acuerdo en temas morales es casual, la decisión es siempre individual y los motivos que la informan difíciles de comunicar y de compartir. En ambos casos estamos ante personas que identifican educación moral con educación según modelos basados en valores absolutos, o bien con educación según modelos basados en las concepciones relativistas de los valores. La sociedad plural en la que vivimos exige un modelo de educación moral que haga posible la convivencia justa, que sea respetuoso con la autonomía personal y que potencie la construcción de criterios racionales25. Este modelo se distancia de toda posición autoritaria y heterónoma que se autoconsidere capaz de decidir lo que está bien y lo que está mal, pero también se distancia de aquellas posiciones que, ante situaciones de conflicto moral, afirman que lo máximo que podemos esperar es que cada uno de nosotros elija según criterios subjetivos y estrictamente personales. Este modelo de educación moral, basado en la construcción racional y autónoma de valores, no defiende determinados valores absolutos, pero tampoco es relativista. Este modelo, que es el que compartimos, afirma que a través de la razón y del diálogo podemos determinar algunos principios de valores que puedan guiar la conducta de todos nosotros ante situaciones concretas que supongan conflicto de valores. Ante estas situaciones, debemos saber conjugar dos principios: la autonomía del sujeto y la razón dialógica. El primero, la autonomía, como oposición a la presión colectiva y a la alienación de la conciencia de cada uno de nosotros; el segundo, como oposición a la decisión individualista que no contempla la posibilidad de diálogo. Nuestro modelo debe potenciar la autonomía y el uso de la razón dialógica para lograr formas de convivencia personal y colectiva más justas y, a la vez, tan variadas y diversas como las personas y grupos implicados lo decidan. A través de este modelo debe ser posible hablar y dialogar en torno a todos aquellos temas en los que no estamos de acuerdo, con el objetivo de que, por medio del diálogo, a la vez que reconocemos nuestra mutua competencia comunicativa nos aproximemos en la búsqueda de consenso que, aun no siendo imprescindible alcanzar, sí es bueno y conveniente apreciarlo como deseable. A través de este modelo debe ser posible crecer en autonomía y, a la vez, reconocer en el otro y en su derecho a ser y crecer en autonomía, un límite a la posible presión o alienación que las diferencias individuales pueden generar. Este juego dialógico entre el respeto a la autonomía personal y el tratamiento de los temas conflictivos a través del diálogo pretende conseguir que, además de la pluralidad de opciones presentes en las sociedades democráticas, sea posible encontrar racionalmente criterios aceptados como deseables por todos. Estos criterios deben estar por encima de las diferentes opciones y han de ser la garantía de la construcción singular por parte de cada uno de nosotros, de nuestra forma de vivir, de nuestras creencias y formas de entender lo que está bien y lo que está mal, en sociedades plurales, democráticas y complejas como la nuestra. Es imposible negar la importancia de la educación moral hoy, a pesar de que puedan existir confusiones terminológicas o identificaciones inadecuadas que algunos aún no han superado. Es urgente y necesario ocuparse de la educación moral y no entenderla como alternativa a la religión, ya que la primera es necesaria para toda formación humana y no puede ser sustituida ni confundida con la segunda, que persigue y se basa en modelos de educación con valores propios y definidos. La defensa de un modelo de educación moral en la escuela como el que planteamos es especialmente válido para el modelo de escuela pluralista, en el que conviven alumnos de diferentes opciones ideológicas de carácter político y religioso. Creemos que debería entenderse como un mínimo válido para construir, a partir de él y por cada uno de nosotros, nuestra forma de pensar y de actuar propia y singular en interacción continua con otros agentes educativos no escolares, ya sean no formales o informales, como, por ejemplo, la familia, los amigos y compañeros, las instituciones políticas y religiosas, o los sistemas de comunicación de masas. Nuestro modelo social y cultural exige ciudadanos con capacidad de iniciativa, con autonomía, y acostumbrados a que el logro de los objetivos que nos proponemos como propios y singulares requieran esfuerzo, constancia y capacidad de autocontrol ante la influencia potente y homogeneizadora del propio sistema social. Nuestro modelo de sociedad y de cultura por sí sólo no favorece el cultivo en la persona de aquellas dimensiones que son necesarias para el desarrollo espontáneo del juicio moral a partir de criterios personales, ni de las capacidades conductuales de la persona para que ésta sea capaz de actuar de acuerdo con lo que piensa y aprecia como deseable y valioso. Sin un ejercicio pedagógico formalizado y motivador, difícilmente podremos confiar en el logro de estos objetivos de forma espontánea y natural. En este sentido creemos que es posible establecer, a partir de los dos principios básicos de lo que entendemos por educación moral, algunos criterios de especial utilidad para guiar o regular la vida de todos nosotros en contextos plurales y democráticos.
  • El primero sería la crítica como instrumento para analizar la realidad que nos rodea y para determinar todo aquello que no nos parece justo y que deseamos cambiar.
  • El segundo sería la alteridad, que nos ha de permitir salir de nosotros mismos para poder establecer una relación óptima con los otros.
  • El tercero sería el respeto a la Declaración de los Derechos Humanos, que puede sernos útil para un posible análisis crítico de la realidad que nos es cotidiana a través de los sistemas de comunicación de masas o de la realidad que vivimos cada día, y que nos ofrece formas de vida, de respeto y de valoración dignas de estudio, análisis y transformación.
  • El cuarto sería la implicación y el compromiso, en la forma en que evolutivamente sea más adecuada, de manera que la crítica, la alteridad y el respeto a los Derechos Humanos no queden en una simple declaración de principios y voluntades, sino que signifiquen algo vivo y colectivo.
La construcción de un proyecto de educación moral que respete las creencias plurales y los puntos de vista diferentes de las personas de las sociedades democráticas, requiere una atención especial a todo aquello que suponga implicación colectiva en proyectos contextualizados de convivencia democrática y de transformación. Así, la educación moral se presenta como un ámbito de reflexión individual y colectiva, y, a la vez, como un ámbito en el que los educandos puedan construirse no sólo un conjunto de principios y normas, sino también aquellas formas de ser, aquellas conductas e incluso aquellos hábitos que sean coherentes con los principios y normas establecidos. Lo que se pretende es trabajar, a partir de conflictos de valor, en aquellas capacidades de juicio y de acción que hagan posible que cada uno de los educandos sea capaz de enfrentarse ante situaciones en las que no existe solución segura ni evidente por parte, ni siquiera, de la sociedad adulta. Se trata también de ofrecerles los instrumentos necesarios para que sean capaces de tomar decisiones ante situaciones vitales y de mantenerlas coherentes. Nuestra concepción sobre educación moral no permite su identificación con procesos de socialización. Es evidente que la educaación moral supone aspectos adaptativos y socializadores, pero en nuestro planteamiento las dimensiones creativa y transformadora son las que caracterizan específicamente nuestra perspectiva. Se trata de potenciar la construcción de nuevas formas de vida, y no tanto la adaptación de carácter cívico o social. Es evidente que no podemos prescindir de la dimensión socializadora o incluso adaptativa y cívico-social que incide en todo proceso educativo y, en especial, en los procesos educativos morales, pero también es evidente que apostar por la educación moral supone adoptar una clara decisión a favor de que cada uno de nosotros, y de los educandos en especial, sea capaz de construir su propia historia personal y colectiva. La formación de personas autónomas y dialogantes, dispuestas a comprometerse en una relación personal y en una participación social basadas en el uso crítico de la razón; la apertura a los otros y el respeto a los Derechos Humanos, creemos que suponen un perfil moral caracterizado por los rasgos siguientes:
  • El desarrollo de las estructuras universales de juicio moral que permitan la adopción de principios generales de valor.
  • La formación de las capacidades y la adquisición de los conocimientos necesarios para comprometerse en un diálogo crítico y creativo con la realidad, que permita elaborar normas y proyectos contextualizados.
  • La adquisición de las habilidades necesarias para hacer coherentes el juicio y la acción moral, y para impulsar la formación de una manera de ser realmente deseada.
Se trata, en síntesis, de aprender a pensar sobre temas morales y cívicos, de la misma manera que se desarrollan las capacidades de razonamiento lógico, pero también de aprender a aplicar esta capacidad de juicio a la propia historia personal y colectiva para mejorarla. Finalmente, se trata de no quedarse únicamente a nivel de razonamientos y opiniones, sino de ser uno capaz de realizar lo que piensa a través de la propia conducta. La sociedad en la que convivimos tiene planteados problemas ante los que las soluciones de carácter técnico o científico no son suficientes ni adecuadas. La sociedad del futuro, en la que convivirán los escolares que ahora inician la Educación Infantil y Primaria, requerirá personas que sean capaces de aprender a aprender, de transferir aquello que han aprendido a contextos nuevos y, especialmente, que sean autónomos y con capacidad de diálogo notable. La educación moral y el trabajo pedagógico sobre procedimientos, actitudes y valores, se presenta como una urgencia pedagógica ante una sociedad en la que los grandes problemas de la humanidad y los principios que regulan las relaciones entre los hombres, las mujeres y los pueblos, y las relaciones de éstos con su entorno natural, requieren reorientaciones éticas y morales y no tanto soluciones técnicas o científicas.

Notas: 1 LASZLO, E. (1988). «Evolución. La gran síntesis». Madrid: Espasa-Calpe. 2 SANVISENS, A. (1984). «Cibernética de lo humano». Barcelona: Oikos Tau. (1983). Concepción sistémico-cibernética de la educación. En «Teoría de la Educación I. El problema de la educación». Murcia: Límites. 163-186.(1985). Educación y medios de comunicación social. En AA.VV. «Condicionamientos sociopolíticos de la educación». Barcelona: Ceac. 75-110 (1988). Hacia una pedagogía de la conciencia. En Rodríguez, J.L. «Educación y comunicación». Barcelona: Paidós Ibérica. 29-40 (1980). Cibernética de la conciencia. Ponencia presentada en el «Congreso Internacional de Ciencia y Conciencia». Barcelona. Junio. 3 MARTÍNEZ, M. (1987). «Inteligencia y Educación». Barcelona: PPU 4 STERNBERG, R.J. (1987). «Inteligencia humana I y II». Barcelona: Paidós Ibérica. 5 MARTÍNEZ, M., PUIG, J.M. (1987). «Elementos para una pedagogía de la conciencia» en «Educar» nº 11. Bellaterra. UAB. pp.35-49. 6 GAGNÉ, R. (1979). «Las condiciones del aprendizaje». México: Interamericana. 7MARTÍNEZ, M. «Aprendre i Ensenyar» en AA.VV. (1992). «Educar és un procés». Barcelona, Cruïlla. MARTÍNEZ, M. «De la informació i la tecnologia al coneixement i la comunicació» en TIDOC. PROJECTE (1990). «Escola i Noves tecnologies». Barcelona, Ceac. MARTÍNEZ, M. (1989). «Métodos y procesos educativos» en ESTEVE, J.M. «Objetivos y contenidos de la educación para los años noventa». Málaga. Universidad de Málaga. 8 MYRDAL, G. (1961). «El estado del futuro». México, F.C.E. 9 CORTINA, A. (1990). «Ética sin moral». Madrid, Tecnos. 10 RAWLS, J. (1979). «Teoría de la justicia». Madrid, F.C.E. (1986). «Justicia como equidad». Madrid, Tecnos. 11 CORTINA, A. o.co.p. 271. 12 COTARELO, R. (1986). «Del Estado del Bienestar al Estado del Malestar». Madrid, Centro de Estudios Constitucionales. 13 COTARELO, R. (1986). p.71 de la 2ª edición de 1990. 14 LAPORTA, F. «El principio de igualdad: introducción a su análisis» en «Sistema». Madrid. Julio. 1985 15 MIRALLES, J. (1992). «El debat de l'Estat del Benestar». Colecc. Cristianisme i Justicia nº 49. Barcelona. 16 MIRALLES, J. o.c.p. 20. 17 MIRALLES, J. o.c.p. 24. 18 GUISÁN, E. (1993). «Ética sin religión». Madrid, Alianza Editorial. pp.108-142. 19 MILL, J.S. (1991). «El utilitarismo». Madrid, Alianza Editorial. (Versión cast. de E. Guisán). 20 PETERS, R.S. (1984). «Desarrollo moral y educación moral». México, FCE. 21 TOURAINE, A. (1993). «Crítica de la modernidad». Madrid, Temas de hoy. Ensayo. p. 377. 22 MARTÍNEZ, M. y BUXARRAIS, M.R. (1993). «Aproximación conceptual a las relaciones intra e intergrupales. Implicaciones político-educativas». Mérida. 23 CORTINA, A. o.c.p. 273-298. 24 CORTINA, A. o.c.p. 253. 25 Las aportaciones que realizamos no son fruto únicamente de la reflexión individual, sino también del diálogo, el análisis crítico y el trabajo en colaboración realizado con otros miembros del Grup de Recerca en Educació Moral (GREM) de la Universidad de Barcelona. La reflexión teórica y la práctica educativa desarrolladas por nuestro grupo constituyen un trabajo que puede encontrarse reflejado en diferentes publicaciones.

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