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Una pretensión problemática: educar para los valores y preparar para la vida

27 Septiembre, 2012

" La sociedad encomienda a la escuela una doble tarea de naturaleza paradójica. Por una parte, debe educar para las valores (libertad, paz, justicia, solidaridad, igualdad, respeto…) y, por otra, debe preparar para la vida. Pero la vida tiene componentes inquietantes de opresión, belicismo, injusticia, insolidaridad, desigualdad y falta de respeto a la dignidad de los seres humanos. Una persona que pretenda tener éxito en la vida estará frecuentemente invitada a romper la esfera de los valores y, a su vez, una persona que pretenda vivir éticamente encontrará dificultades para alcanzar el éxito. No se puede exclusivizar la tara de la escuela en la transmisión aséptica de un conjunto de conocimientos. La tarea fundamental de las instituciones educativas es enseñar a pensar, preparar para el trabajo a través del desarrollo de competencias e inculcar valores que faciliten y mejoren la convivencia. Pero la escuela tiene competidores que hacen más complejo y difícil el desempeño de su tarea. Los medios de comunicación ofrecen una filosofía y presentan unos modelos por la vía de la seducción que se enfrentan a los que ofrece la escuela por la vía de la argumentación. El artículo ofrece las respuestas para resolver esta demanda problemática que recibe la escuela. Tiene que preparar para que los alumnos y alumnas entiendan la realidad, para actuar competentemente en ella y para ser personas éticamente desarrolladas. El autor ofrece algunas estrategias para conseguirlo, como la acción colegiada, la reflexión sistemática y la apertura al medio; asimismo plantea las condiciones necesarias para que sea posible conseguirlo. Condiciones que tienen que ver con la formación del profesorado, con la configuración y el tamaño de las plantillas, con la autonomía de los centros, con la flexibilidad de los tiempos y los espacios y con la abundancia y la adecuación de los medios.” Escrito por: Miguel Ángel Santos Guerra. Universidad de Málaga. Facultad de Ciencias de la Educación. Departamento de Didáctica y Organización Escolar. Málaga, España. «¿Qué ha pasado en estos años desde que dejamos la escuela? Nos hemos convertido en jóvenes trabajadores de una generación educada para una sociedad ideal que nunca existirá y humillados por la sociedad real, enseñados en valores constitucionales y defraudados por demócratas que ocultan con demagogia y palabras sus gestos de desprecio a la democracia. Nos han hecho sentir vergüenza de aquello en lo que teníamos fe, no mostramos agradecimiento a quien nos da sino desprecio por su debilidad. Sólo nos queda el resentimiento hacia el futuro y la compasión hacia lo que pudimos haber sido y no nos dejaron. Querido maestro si usted no hubiera sido tan utópico, quizá nos habría ahorrado muchas frustraciones, pero todos le recordamos, sin embargo, con cariño porque transformó sus sueños de inadaptado en nuestros ideales» (Javier Pindado. Madrid. Cartas al Director. El País. 31 de julio de 1993).

La carta de Javier Pindado, escrita ya hace bastantes años al periódico El País tiene plena vigencia y resume muy bien lo que quiero plantear en estas líneas. Por una parte, la escuela pretende socializar a los alumnos, es decir, incorporarlos con éxito a la cultura y al mundo del trabajo. Por otra, pretende inculcarles valores para que vivan de forma honesta y para que construyan una sociedad asentada en los principios de la ética. En esa doble pretensión se encierra, muchas veces, como veremos, una flagrante contradicción.

Cuando los alumnos y los padres de éstos se preguntan por el sentido que tiene ir a la escuela, es preciso ofrecer contestaciones fundadas y no meras intuiciones y magníficos deseos (Von Hentig, 2003).

Las bisagras del sistema no están bien engrasadas. La más grande e importante es la que une el sistema educativo con el mundo laboral. ¿Para qué prepara realmente el sistema educativo? ¿Para el pensamiento, para el trabajo, para la vida? «El saber siempre es útil, aunque no garantiza necesariamente un trabajo o el éxito. Quizá se haya dado demasiado valor al trabajo y se haya orientado la escuela con referencia a él y a su poder económico» (Andreoli, 2008, p. 52). Se trata de una cuestión esencial. ¿Para qué sirve la escuela? Si pretendemos algo (conviene precisarlo), es necesario preguntarnos si se está consiguiendo, en qué medida, con qué ritmo y a qué precio. No hay nada más estúpido que lanzarse con la mayor eficacia en la dirección equivocada.

Las contradicciones

La sociedad encomienda a la escuela, y por ende a los educadores y educadoras, una misión contradictoria. Por una parte se pide a la escuela que prepare a los alumnos y alumnas para los valores. Los valores son: pacifismo, solidaridad, tolerancia, justicia, autenticidad, igualdad... La vida es, en buena medida, violenta, insolidaria, intolerante, injusta, falsa y discriminatoria... Cuando me refiero a la vida, hablo de los ejes de valores que priman en la cultura. Una persona que respete esos valores, que los asuma y que los integre en su forma de pensar y de ser, es una víctima en esta sociedad. Si la escuela acepta esta orientación en su quehacer, conseguirá poner en la jungla de asfalto a individuos indefensos, inermes, pacíficos... La sociedad acabará con ellos fácil y rápidamente. Los alumnos y alumnas nacidos de esta escuela estarían en excelentes condiciones de ser perdedores en la sociedad. No llegarán fácilmente a la riqueza, al trabajo, al poder, al prestigio, al triunfo...

Pero la escuela no puede aceptar el planteamiento inverso, la tesis de que ha de cultivar contravalores si es eso lo que conduce al éxito. Nadie se imagina un proyecto educativo en el que se pretenda formar a los alumnos en la insolidaridad, en la intolerancia, en la injusticia, en la falsedad, en la competitividad... «La educación prepara para la vida. Si tienen algún sentido todos los aprendizajes que hacen los alumnos y las alumnas, es porque los preparan para su incorporación a la sociedad en el sentido más amplio del término» (Domènech y Guerrero, 2005, p. 22).

La contradicción se halla en el corazón de la misión reproductora que la sociedad encomienda a la escuela (Fernández Enguita, 1990). Es difícil que la escuela asuma la función transformadora y revolucionaria en una sociedad que exige de ella el papel de transmisora de los patrones culturales. No sólo sucede esto con los fines encomendados a la escuela sino que la demanda que hacen de ella muchas familias está también llena de contradicciones. Así, vemos a padres y madres que no llevan a su hijo a un centro escolar porque tendría que convivir en él con personas gitanas o que se niegan a llevar a su hija a un aula donde se encuentra una compañera inmigrante o con síndrome de Down. Este doble, complejo y contradictorio discurso se anula bajo la pretendida neutralidad de la escuela. Es una trampa peligrosa, porque la neutralidad no es ni deseable ni posible. Los que tienen una opción formada y una actitud beneficiaria en la sociedad suelen proclamar y exigir la neutralidad. No se dan cuenta de que desear y promover la inmovilidad opera en beneficio de quienes están en posiciones ventajosas. Eso no es neutralidad. Eso es jugar con ventaja. Es una trampa burda. Rehuir el compromiso político bajo la excusa de la neutralidad, de la asepsia es, cuando menos, una ingenuidad: «la cultura dominante de la escuela, lejos de ser neutral, se caracterizaba por una ordenación selectiva y legitimación de formas de lenguaje privilegiadas, modos de razonamiento, relaciones sociales y experiencias vividas» (Giroux, 1992, p. 64).

Este problema que se centra en la institución tiene una especial complicación en la formación y actuación de los profesionales que trabajan en ella. A los profesores se les prepara para impartir conocimientos, pero no tanto para la formación de actitudes.

Muchos de ellos se consideran especialistas en su disciplina, pero no se sienten educadores de los alumnos y de las alumnas. Se establece aquí otro doble discurso: lo importante es aprender y enseñar las materias frente al más complejo deber de preparar a los alumnos para el compromiso ético, político y social. La tarea educativa exige una permanente actualización, ya que cambian las condiciones sociales, las exigencias formativas y la configuración psicológica de las personas. Como dice certeramente Lidia Santana en el subtítulo de su libro: «cambian los tiempos, cambian las responsabilidades profesionales» (Santana, 2007).

Hacer exclusiva la tarea de la escuela en la transmisión de un cuerpo de conocimientos, pretendidamente neutrales por ser científicos es una vulgar engañifa. Aunque los profesionales no lo deseasen, la escuela cumple una función reproductora en la sociedad (Lerena, 1983).

Los competidores

 Esta compleja y contradictoria tarea de la escuela se complica por la fuerte influencia de otros factores, en especial la televisión y el mundo de la publicidad. Obsérvese que es más fácil filmar (y me refiero ahora exclusivamente a los aspectos técnicos):

  • La guerra que la paz.
  • El tener que el ser.
  • La mentira que la verdad.
  • La apariencia que la esencia.
  • El éxito que el fracaso.
  • La traición que la lealtad.
Desde la filosofía de los medios se puede elaborar una jerarquía de valores que tiene los siguientes ejes: • Filosofía del éxito: el éxito se presenta como un sinónimo de la felicidad. Sólo el que triunfa, «triunfa». El prestigio en las diversas áreas (económica, intelectual, política, social, etc.) consiste en llegar al éxito. El nivel de aspiraciones se fija, por consiguiente, en los héroes, los premiados, «los grandes», etc. , que acaparan la atención de los medios de comunicación. • Filosofía de la competencia: «el ser más que...», «tener más que...», «ganar más que»... son claves del comportamiento humano que presentan los medios. Escalafones, concursos, oposiciones, galardones, campeonatos, competiciones... Se trata de medirse con los demás y de ganar. • Filosofía de la cuantificación: es insistente la referencia a los aspectos cuantitativos de la realidad: la cantidad de dinero que se gana por un trabajo, el número de muertos en el fin de semana, la cantidad de petróleo importado, el número de coches vendidos, el número de viviendas desocupadas... Todo se baraja a través de las cifras. La persona está bajo el signo de la cantidad. • Filosofía de la utilidad: personas, actividades y cosas son interrogadas automáticamente: ¿Para qué sirve? Se valoran los comportamientos desde el plano del rendimiento y la eficacia. ¿Qué ventajas tiene? ¿Cuánto produce? ¿Para qué vale? • Filosofía del individualismo: cada individuo afronta su vida y su historia desde su exclusiva individualidad. Cada uno se encuentra en la vida luchando frente a los demás. Los héroes individuales, los francotiradores encuentran un eco fácil en los medios de comunicación social. • Filosofía del consumo: la escalada frustrante de las necesidades insatisfechas nunca llega a su techo. Alimentos, vestidos, bebidas, objetos... Se inventan necesidades que luego habrá que satisfacer para que den paso a nuevas necesidades que favorezcan el consumo. Incluso se hacen objeto de consumo las personas a través de una erotización intensa. • Filosofía de la apariencia: la apariencia es frecuentemente presentada como la realidad misma. Sin ninguna invitación a penetrar más allá de la simple fachada de las cosas, de las situaciones, de las personas. Piénsese en la «vida» que se presenta a los televisivos: casas perfectas, aparatos maravillosos, gentes encantadoras, bellezas sin sombras, eficacia absoluta... • Filosofía de la prisa: todo está puntualmente milimetrado. Todo está medido con una precisión obsesiva. No es justo desperdiciar un segundo si se puede llenar con un anuncio que cuesta cien mil euros. Hay que hacer muchas cosas, hay que perseguir muchas metas, hay que realizar muchos encuentros... • Filosofía de la provisionalidad: el presentismo es cotizado como un valor de alto grado en la jerarquía axiológica. «Esto me interesa ahora», «esto va muy bien por ahora», «aquí se está muy bien en este momento»... • Filosofía del sentimiento: el comportamiento se apoya más en sensaciones que en razonamientos. La pregunta fundamental no es tanto qué debemos hacer, cuanto qué nos apetece hacer, qué nos gusta hacer. El área de la sensibilidad se desarrolla más que el de la razón. Tiene más fuerza lo que se siente que lo que se piensa. • Filosofía de la posesión: «no renunciaré» se convierte en una tesis, en un estilo de vida. Incluso aquello que los imperativos naturales nos vetan es considerado, por el individuo como una «castración» de aspiraciones. No renunciar a nada es una actitud generalizada, que echa sus raíces con profundidad y esparce la fronda en extensión. • Filosofía de la violencia: las cosas se arreglan por la fuerza, los conflictos se solucionan a través del poder, la vida de las personas se somete a la fuerza de quien no tiene escrúpulos. En la televisión se contemplan miles de golpes, de asesinatos, de extorsiones. Dostoievski empleó quinientas páginas para describir un crimen. En la televisión se pueden ver cientos en pocos minutos. Los medios tienen una fuerte capacidad de persuasión. Proponen modelos seduciendo. La técnica se pone al servicio del convencimiento. Música, imagen, palabra y acción dramática son manejados por algunos expertos ante públicos analfabetos en el lenguaje icónico. La magia de la imagen en movimiento se utiliza sin contemplaciones para la captación de espectadores, para la promoción de intereses comerciales, para la indoctrinación utilitaria. La frontera entre lo real y lo ficticio genera unas complejas reacciones intelectuales y emocionales. Si alguien entra en la casa y encuentra el televisor encendido en el que se contemplan unos disparos, necesitará contextualizar el programa para saber si se trata de una película o de una filmación en directo. Frente a este modo sutil y engañoso de influencia está la escuela argumentando y proponiendo modelos por la vía de la reflexión y del compromiso. No es fácil competir. Se trata de ir contracorriente.

Las soluciones

Lo que importa es tener una concepción de escuela comprometida que ayude a los alumnos a diagnosticar las realidades sociales, a comprender las causas que determinan su naturaleza y evolución, a buscar las soluciones a los problemas que en ella se instalan. Porque la realidad no viene dada de forma definitiva y absoluta por poderes incontrolables. La realidad está, en buena medida, en las manos de las personas. El conocimiento fragmentario y poco riguroso que los alumnos y alumnas adquieren en su experiencia cotidiana debe ser sometido en la escuela al filtro de la ciencia. En la escuela debe brindarse a los alumnos criterios para descifrar el significado de ese conocimiento y para ponerlo al servicio de los auténticos valores humanos.

Preparar para entender la realidad

La tarea de la escuela consistirá, desde esta perspectiva, en facilitar a los alumnos los criterios y los instrumentos necesarios para entender qué es lo que sucede en la sociedad, quién maneja los hilos del acontecer humano y por qué. El pensamiento crítico facilitará una comprensión orientada y llena de significado. Ni la ciencia ni su uso por los individuos o los grupos humanos tienen un carácter neutro. El mismo conocimiento que selecciona, organiza y presenta la escuela tiene un eje axiológico estructurador. Facilitar las herramientas para hacer inteligible el mundo en el que viven ha de ser un objetivo prioritario. Ayudar a comprender las causas y las consecuencias de la acción, tanto individual como colectiva es una prioridad insoslayable. Ayudar a conocer las claves por las que se rige el mundo del trabajo en esta sociedad en crisis es un deber de la institución escolar, que no puede situarse de espaldas a la realidad. Pasar de una mentalidad ingenua a una mentalidad crítica es, como proponía incesantemente Paulo Freire, una exigencia fundamental de la educación. No se trataría, por consiguiente, de transmitir en la escuela un caudal de conocimientos inertes que sólo sirvan para almacenar información sino de adquirir herramientas que permitan explorar y comprender con rigor la realidad. Por otra parte, cuando la escuela era una de las escasas fuentes de adquisición del conocimiento resultaba sustancial una buena selección y una cuidadosa estrategia de transmisión. Hoy el saber le llega a las personas por múltiples vías. Es necesario ayudar a que los alumnos encuentren el conocimiento en otras fuentes y darles criterios para que sepan discernir cuándo el conocimiento es riguroso y cuándo está adulterado por intereses comerciales, políticos o religiosos.

Preparar para actuar

La comprensión de la realidad ha de conducir al compromiso efectivo. No basta un conocimiento meramente teórico y alejado de la realidad y de los problemas de la sociedad. La autoridad emancipadora también proporciona el entramado teórico necesario para que los educadores puedan definirse a sí mismos, no sólo como simples intelectuales, sino también de un modo más comprometido y como intelectuales transformadores. Esto significa que tales educadores no sólo están interesados en las formas de capacitación que fomentan la consecución de logros personales y en las formas tradicionales del éxito académico, sino que a la hora de enseñar también están interesados en vincular la capacitación –la habilidad para pensar y actuar críticamente– con el concepto de compromiso y de transformación social (Giroux, 1992, p.75). No basta con transmitir conocimientos y desarrollar destrezas encaminadas a conseguir un trabajo. Hace falta ir más allá y generar un compromiso por mejorar las estructuras sociales. La educación se diferencia de la mera socialización (que incorpora a los individuos a la cultura) porque añade a ésta dos dimensions esenciales: la dimensión crítica de la que hablaba en el punto anterior y la dimensión ética. De los doce dignatarios que deciden que se abran las cámaras de exterminio, más de la mitad tenían un doctorado. Un alto nivel de instrucción no siempre está casado con el desarrollo de la ética. Pienso que la actuación de los individuos en una sociedad democrática exige unas formas de actuación que van más alla del dominio de los saberes. Enseñar a actuar le exige a la escuela un entrenamiento que supera la transmisión de conocimientos. ¿Para qué el saber si nos lleva a un modo de vida más solidario en una sociedad democrática? Si el saber adquirido en las instituciones fuese utilizado para explotar, engañar y oprimir al prójimo, deberíamos preguntarnos cuál es el sentido de las instituciones educativas.

Preparar para el desarrollo de competencias

Concebir las competencias como meras habilidades o destrezas nos llevaría a una visión conductista del aprendizaje que nos haría retroceder a los detestados planteamientos de Tyler, Gagné y Briggs, Mayer o Bloom, ampliamente criticados y superados (Gimeno, 1982). Entiendo la competencia como la capacidad de responder a demandas complejas y de saber llevar a cabo tareas diversas de manera precisa y adecuada al contexto. La acción eficaz requiere el dominio de un entramado complejo de conocimientos, actitudes, destrezas y valores. Las competencias, por definición, no han de ser muchas, pero sí sustantivas y decisivas para saber actuar (Gimeno y otros, 2008). Cuando hablamos del desarrollo de competencias para incorporar a las personas al mundo del trabajo o a la sociedad en general nos referimos a exigencias que ya han de practicarse en la escuela. Concretaré en diez las exigencias que considero fundamentales:
  • Pensar, analizar, saber por qué suceden las cosas. Saber que existen tramas ocultas que obeden a intereses, saber cómo detectar esas tramas y denunciarlas en aras del bien común.
  • Hablar, opinar, liberar la voz, expresarse con libertad sin las cortapisas del miedo al poder y sin caer en los señuelos de la adulación, sin hacer caso a las desalentadoras admoniciones de los escépticos.
  • Participar con su actividad laboral y social en la vida pública. Intervenir en asuntos de interés general, no sólo en los estrictamente privados.
  • Agruparse, no permanecer aislador, agruparse para la acción, conscientes de que el grupo multiplica la fuerza individual.
  • Exigir, asumir riesgos ante el poder, practicar la valentía cívica que es una virtud democrática que nos hace ir a causas que de antemano sabemos que están perdidas.
  • Informarse, leer críticamente, estar al día, cuestionar las explicaciones inconsistentes e interesadas tanto del gobierno como de la oposición (que debería denominarse más bien alternativa). Ser conscientes de que la política está al servicio de la ciudadanía y no a la inversa.
  • Respetar a los demás y reconocer y valorar la diversidad. Saber que existen culturas diferentes y personas diferentes, más allá (o más acá) de la dignidad esencial de cada ser humano.
  • Ser solidarios, sensibles a la injusticia, compadecerse de los que sufren, no encogerse de hombros ante las desigualdades que existen en el país y en el mundo.
  • Vivir de forma honrada, trabajar responsablemente y esforzarse por mejorar ética y socialmente la sociedad en la que viven.
  • Cumplir con los deberes públicos, conocer y cumplir las leyes, respetar las normas de tráfico y ser conscientes de que la libertad individual tiene unos claros límites en la del prójimo.
La adquisición de las competencias no se produce solamente a través de la reflexión. La práctica resulta imprescindible. Esto exige a las instituciones educativas encarnar la práctidca de los valores. Las actuaciones deben seguir al conocimiento de los deberes y derechos. La educación para la ciudadanía va más allá de impartir o recibir una asignatura (Bolívar, 2007). La actuación requiere econocimiento, pero va más allá en el ejercicio de un compromiso con la práctica.

Preparar para sentir

La esfera de los sentimientos ha estado tradicionalmente silenciada o despreciada en la escuela. Las instituciones escolares han sido el reino de lo cognitivo, pero no dominio de lo afectivo. Al entrar y al salir tanto profesores como alumnos de ella han recibido esta pregunta: ¿Usted qué sabe sobre…? Nunca se ha preguntado por lo que se siente. La esfera de lo emocional puede y debe ser atendida como un elemento sustantivo del desarrollo de las personas (Santos Guerra, 2008). La educación emocional se ha convertido hoy en una de las exigencias más contundentes de la tarea educativa. Las nuevas corrientes sobre la inteligencia emocional demandan a las escuelas y a los educadores una atgención incuestionable. ¿Qué decir de las demandas que tiene hoy la educación para la igualdad? (Simón, 2009). Entre el machismo patriarcal institucionalizado y la democracia patriarcal consentida hay un abismo –no lo dudamos– pero también los puentes patriarcales que lo cruzan son los que nos explican la pervivencia de la desigualdad de hecho, la discriminación, la violencia, las dificultades añadidas y el valor restado para el acceso a los bienes simbólicos y reales que llevan al poder: poder como capacidad de elección de un proyecto de vida propio, poder para influir y decidir sobre cuestiones sociales, políticas o económicas, poder para no tener que depender, poder para crecerse y no tener que someterse para poder vivir (Simón, 2009, p. 13). Es necesario aterrizar en la esfera emocional porque el desarrollo de competencias no tiene que ver sólo con destrezas y habilidades sino que exige la generación de actitudes ante la realidad, ante las personas y ante las cosas.

Preparar para ser

Ese conocimiento y ese compromiso configurarán un modo de ser y de estar en el mundo. La auténtica identidad del individuo que se ha educado en los valores no se fundamenta en la apariencia y en la falsedad, sino en la fidelidad a uno mismo y a los valores. Cuando se acepta uno a sí mismo, cuando se tiene una jerarquía de valores asentada, cuando se relaciona uno auténticamente con los otros desde la propia identidad se está en condiciones de vivir un compromiso social. Contruir escuelas democráticas (Feito y López, 2008) no sólo exige contar con individuos capaces de conocer la realidad sino que estén dispuestos a convivir de forma armoniosa y solidaria. Y aunque esta propuesta parezca utópica y esté dificultada por las contradicciones de la que hemos hablado al comienzo se hace necesario hacer presentes experiencias como las que los autores nos decriben en esta interesante obra. Preparar para ser tiene que ver con lo que ya se está siendo. Porque ese es el modo mejor de prepararse: practicar los valores en las situaciones que preparan para la vida. Todo ello cuestiona el quehacer meramente academicista y reclama la reivención de una escuela que esté centrada en las personas, en sus valores y en sus ejes convivenciales. Aprender a ser va más allá del conocimiento de los contenidos del currículo académico.

Los caminos

Hay muchas formas de conseguir lo que se pretende con la educación (que es algo más amplio y profundo que la mera socialización). La educación exige desarrollar el pensamiento crítico y el compromiso ético. Apuntaré solamente algunas estrategias.

La acción colegiada e intencional

No es fácil romper esos patrones de comportamiento y las actitudes que generan y en las que, a su vez, descansan. Ahora bien, es necesario emprender una acción colegiada para conseguir una eficacia mayor en la educación para los valores. No es fácil convencer a los alumnos y a las alumnas de la importancia de la solidaridad, de la tolerancia, de la cooperación..., si ven en los modos de comportarse de los profesores una permanente acción individualista. Para cambiar esos modos de acción es preciso modificar simultáneamente tres cosas: digo simultánemente porque transformar uno sólo de los vértices de este metafótico triángulo resulta insuficiente. Modificar sólo los discursos sin que se mejoren las actitudes y las prácticas resulta un cambio intrascendente. Modificar sólo las prácticas sin que se mejore el discurso y la actitud, significa que se ha producido un cambio insustancial: • Los discursos: no basta cambiar los nombres para cambiar y mejorar la práctica. Es importante subrayar esto en tiempos de reforma. No basta decir que no hay exámenes, que se hacen controles. Si las prácticas siguen siendo las mismas, nada importante ha cambiado. No basta decir que ahora se hace evaluación cualitativa, si se sigue haciendo lo mismo. No basta decir que se da participación a los alumnos si no cambian las prácticas y las actitudes. • Las actitudes: cambiar las actitudes es una difícil tarea. No se puede obligar a nadie a conjugar el verbo quiero. Ni la escuela ni la sociedad cambian por decreto. Pero si no se transforman las actitudes, poco importará cambiar los nombres ni las prácticas. Si un profesor sienta ahora a sus alumnos en círculo porque hay que cambiar la práctica, pero no modifica su actitud, seguirá siendo un déspota sentado en la silla más pequeña del fondo del aula. Si bajan los alumnos al laboratorio porque las disposiciones así lo mandan, el profesor podrá explicar allí la lección y dictar los apuntes como si eso fuera lo importante. • Las prácticas: todo ha de estar encaminado a mejorar la acción. Si solamente cambian las actitudes y los discursos, pero no se llega a modificar en profundidad la naturaleza y la intención de las prácticas educativas, poco habrá cambiado en realidad. Algunos profesores llegan a pensar que es mejor una relación de igualdad con los alumnos, pero que éstos todavía no están preparados o que es positivo que los alumnos se autoevalúen, pero les detiene la suposición de que llegan a sus manos ya deformados por prácticas adulteradas. • La acción colegiada de los profesores multiplica la eficacia de la acción ya que impide que se den contradicciones perjudiciales, potencia los aspectos fundamentales y, sobre todo, ofrece un ejemplo convincente a los alumnos de acción coordinada, compartida y coherente. Los desajustes que se producen entre los distintos niveles del sistema, entre los diferentes cursos, entre asignaturas de un mismo curso, se evitarían desde una acción compartida de los profesionales. Lo cual no quiere decir que todos tengan que pensar, sentir y hacer las mismas cosas, pero sí que tengan en cuenta lo que los otros piensan, sienten y hacen. Como sabemos no hay alumno que se resista a diez profesores que estén de acuerdo. Ahora bien, si lo que uno considera importante, el otro lo tacha de estúpido y si lo que uno valora como sustancial, el otro lo considera inútil es muy difícil que aumente la eficacia de la acción educativa.

Los efectos secundarios

La escuela no debe preocuparse solamente por los efectos pretendidos en su enseñanza. La llamada pedagogía por objetivos ha resultado altamente perjudicial para la escuela. Simplificar los procesos educativos a una simple comprobación de la presencia de los datos relativos a los conocimientos que se ha pretendido que los alumnos adquieran es un grave error. Si sólo nos ocupamos de los objetivos propuestos, nos olvidamos de otras preguntas importantes: ¿Podrían hacer otras cosas mejores? ¿Disfrutan cuando hacen éstas que les proponemos? ¿Olvidan pronto lo que aprenden? ¿Les sirve para algo? ¿Qué precio pagan por ello? ¿Qué aprenden mientras aprenden? ¿Lo aprenderían si no les obligásemos? ¿Es relevante para ellos el conocimiento? ¿Es significativo? No basta, pues, medir los resultados de la escuela por el éxito o fracaso académico de los alumnos. En primer lugar, porque en esos suspensos o fracasos existe una parte del sistema (de los profesores, de los padres, de los medios, de los compañeros...), en segundo lugar, porque existen más aspectos que es preciso tener en cuenta, ya que no es suficiente evaluar los resultados a través de las calificaciones. ¿Y si se les ha machacado para conseguir buenas notas? ¿Y si han acabado odiando la sabiduría? ¿Y si han aprendido a despreciarse? ¿Y si van a utilizar ese conocimiento para la opresión? ¿Y si se hubiera podido adquirir lo mismo de otro modo más fácil, más rápido y más eficaz? La patología de la evaluación que se realiza en la escuela (Santos Guerra, 2003) debería ponernos al acecho respecto a todos estos peligros. Evaluar sólo a los alumnos y alumnas, sólo sus conocimientos adquiridos, sólo de manera cuantificable, sólo de forma descendente es en sí mismo una limitación censurable. En esta forma de evaluar están instalados muchos males de la institución. Porque la evaluación está impregnada de poder. Un poder elocuente que reduce a los evaluados al silencio. Cuando hablo de efectos secundarios del sistema me refiero a aquellas consecuencias de una forma de actuar que no estaban previstas y que, por su carácter subrepticio y persistente, encierran un especial riesgo educativo. La escuela produce, como los medicamentos, algunos efectos secundarios sobre los que se debería reflexionar. El alumno, a través de muchos años de escolaridad, acaba por pensar que:
  • Sólo se estudia cuando hay exámenes.
  • Sólo se estudia lo que es objeto de examen.
  • El conocimiento válido es el que imparte el profesor.
  • Es conveniente callarse.
  • Hay que acatar las normas.
  • No se debe protestar de forma inconveniente.
  • El que manda es el profesor.
  • Es aburrido estudiar.
  • Hay que conseguir la mejor nota con el menor esfuerzo.
  • Una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace.
  • Lo ideal es copiar en los exámenes.
¿Qué sucede cuando los efectos secundarios se convierten en algo más importante y decisivo que los efectos pretendidos? Está claro que estamos caminando a toda velocidad en la dirección equivocada. No hay nada más absurdo. No tener en cuenta estos efectos, tan amarrados al currículo oculto de la escuela, hace que se instalen perniciosas rutinas y que se consoliden prejuicios y errores sobre la práctica educativa. Si se logra que los alumnos alcancen sobresalientes en las disciplinas pero acaben odiando el aprendizaje y la sabiduría, se habrá conseguido un efecto secundario quizás más importante, aunque negativo, que el pretendido. Si se consiguen unas excelentes calificaciones en las materias, pero se aprenden actitudes de insolidaridad, de desprecio al compañero, de intolerancia ante el pensamiento de los otros, habrá que cuestionar el efecto de la práctica educativa, aunque no se hubiera pretendido alcanzarlo. Viene todo esto a decir que la escuela forma en valores si ella misma los practica y los vive. No hay forma más bella y más eficaz de autoridad que el ejemplo.  

La reflexión sistemática

Una forma de convertir a la escuela en una plataforma de entrenamiento en los valores es someter su práctica a una constante revisión. Poner en tela de juicio aquello que se programa y se hace, conduce a la comprensión de la naturaleza de esas prácticas y a desentrañar su valor real. La complejidad de la tarea educativa, sobre todo cuando se entiende como un camino de transformación de las actitudes y como un compromiso con la acción para el cambio, obliga a la observación atenta, a la reflexión compartida y a la toma de decisiones inmediata con el fin de mejorar la racionalidad y la justicia de la misma. No se trata solamente de mejorar el rendimiento sino de interrogarse por los valores de esa práctica. La comprensión de la práctica es el medio más eficaz para transformarla adecuadamente. Otras formas de transformación de la escuela tienen una eficacia más discutible, ya que se pueden cambiar las estructuras e incluso las prácticas, pero es difícil conseguir un cambio de actitud a través de las prescripciones legales. Debería realizarse periódicamente una evaluación de la escuela a través de la opinión de sus egresados. ¿Qué les ha sucedido al encontrase con el trabajo, con la sociedad, con la vida? ¿Para qué les ha servido lo que aprendieron? Pero la revisión requiere el ejercicio de la autocrítica y la apertura a la crítica. Cerrarse a estos mecanismos es intalarse en la rutina –que es el cáncer de las instituciones–, impedir la mejora y condenar a la institución a la repetición de los errores. En un excelente libro nos recuerda Robert Stake (2008) que la evaluación de los programas y de las instituciones es la piedra angular de la mejora.

La apertura al medio

Para que la escuela tenga posibilidad de realizar una educación en los valores, ha de estar abierta al medio. Sus fronteras con la sociedad han de ser permeables. Hasta ella han de llegar los problemas, las realidades sociales. Y ella debe salir al encuentro de la realidad inmediata del barrio y de la ciudad donde se halla enclavada. La contextualización impide que se mueva en las nubes de la teoría y que sólo hable y se entretenga en cuestiones meramente nominales. Si la escuela es un islote separado de los problemas, si es una campana de cristal aislada de la realidad, si su curriculum solamente está referido a cuestiones que nada tienen que ver con la vida, no es posible la auténtica educación del ciudadano. Si sus estructuras y funciones permanecen de espaldas a la situación política, económica y social, la escuela será un reducto del intelectualismo y de la mera elucubración teórica. Todo esto exige una autonomía real de las escuelas para elaborar su propio curriculum. Si la heteronimia es tan fuerte que no le queda un margen de libertad para la adaptación, para la diversificación, para la responsabilidad, la escuela será una institución paralítica, dependiente de las instituciones externas y jerárquicamente domesticadas. La escuela no opera en la estratosfera o inmersa en una campana de cristal. Tiene que saber lo que sucede en la esfera laboral, tiene que conocer las exigencias formativas que se derivan de ella, tiene que ser sensible a los problemas y a las discriminaciones que conlleva. Piénsese, por ejemplo, con lo que sucede con el papel de la mujer en el mundo laboral (Apple, 1991; Castells y Subirats, 2007). Dice Manuel Castells (2007, p. 88) en una obra que comparte con Marina Subirats: «La inclusión acelerada de la mujer en el mercado de trabajo se ha hecho en condiciones de desigualdad y discriminación. Además de ser mucho más vulnerables al paro, trabajan más frecuentemente a tiempo parcial y en situación de temporalidad». La escuela no puede estar de espaldas a los problemas de la discriminación. No puede limitarse a preparar a cada persona (aisladamente, individualmente) para que le vaya lo mejor posible en el futuro trabajo. Y no puede ser ajena a las dificultades con las que encuentran los alumnos y las alumnas más necesitados (Pérez Ferrando y Luengo García, 2008). Hablamos de apertura desde la doble dimensión que encierra la permeabilidad. Es decir, que la escuela tiene que estar abierta hacia el contexto y que agentes del contexto tienen que acceder a la escuela. De ella sale la demanda de conocimiento y de ayuda y a la escuela llegan exigencias y aportaciones de la sociedad. La investigación realizada por la profesora Martín Moreno (2000) muestra las dificultades que existen en las relaciones de la escuela con el medio, adaptando un amplio concepto de comunidad que abarca desde las familias del alumnado a otras personas e instituciones.

Las condiciones

¿Cómo es posible tener una escuela que eduque para los valores? No basta una disposición legal que así lo determine. Porque hacen falta profesionales preparados, un curriculum nacional que lo haga viable, unas condiciones organizativas que lo faciliten y una concepción de la profesión docente acorde con ese planteamiento. Si consideramos la escuela como un ámbito en el que se transmite un caudal de conocimientos y de pautas culturales sin sometimiento a la crítica y al compromiso de la mejora, será imposible hacer en ella una tarea auténticamente educativa. Cuando se establece, desde las prescripciones curriculares que el objetivo prioritario es la transmisión del conocimiento y cuando se piensa que existen modos rigurosos y estandarizados de comprobarlos a través de pruebas homologadas externas, se está empobreciendo la concepción de la escuela. Esta idea es válida para cualquier tipo de conocimiento y de ciencia. Lo explica en un excelente artículo John Elliott (1992, p. 77) refiriéndose al curriculum nacional británico: Schawb, al citar los factores afectivos además de los racionales inherentes a las situaciones reales, alude a su dimensión como valores. Por ejemplo, juicios sobre la conveniencia de una operación aritmética podrían muy bien estar ligados a dar a otra persona ayuda y apoyo, o a explotarla. De ahí que las leyes que se promulgan para cambiar la escuela no sean en sí suficientes para conseguir el cambio que enuncian, promueven y pretenden imponer. Muchas reformas educativas, nacidas del deseo de mejorar a los más desfavorecidos han sido convertidas por el sistema en reformas que han beneficiado a los más favorecidos. Si consideramos al profesor como un simple técnico, como un ejecutor de las prescripciones externas, como un transmisor de conocimientos inertes, será difícil que pueda ejercer una tarea de carácter político y social. Si, por el contrario, consideramos al profesor como un profesional competente, capaz de diagnosticar, comprender y tomar decisiones, autónomo en su práctica profesional y responsable de sus acciones, estaremos en el camino de una mejora auténtica. «Los profesores son personas encantadoras que trabajan en lugares horribles», le oí decir a Thomas Popkewitz. Esta afirmación nos lleva a la consideración de las escuelas como contextos de la acción educativa asentada en los valores. Se ha olvidado con frecuencia la importancia de la vertiente organizativa en la búsqueda de una enseñanza de calidad. Muchas reformas de la educación parten de diseños sociológicos, psicológicos y didácticos aceptables, pero no cuentan con el contexto organizativo en el que han de llevarse a cabo. Es como si se diseñase un coche de potente motor, línea aerodinámica y excelente carrocería, pero al que se pusiese a funcionar en la cresta de una montaña. El contexto organizativo exige:
  • Configuración de unas plantillas aglutinadas en torno a proyectos educativos que tengan fuerza, y coherencia. No es fácil realizar un proyecto educativo entre personas que han llegado al centro por motivos respetables, pero ajenos al tipo de educación que se pretende.
  • Estabilidad de las plantillas para que pueda realizarse una tarea coherente a lo largo del tiempo. Cuando la movilidad es excesiva se hace imposible la continuidad y merma la implicación en el proyecto.
  • Autonomía de la institución para adaptar el proyecto al contexto con flexibilidad y rapidez. La excesiva centralización genera rigidez y lentitud en la aplicación de los criterios pertinentes.
  • Tamaño de la institución que haga viable el diálogo y la coordinación de los profesionales. No es posible realizar un proyecto educativo en un claustro de doscientos profesores. Las relaciones interpersonales, el nivel de discusión y de participación, el grado de autonomía se pierde en ese incontrolable entramado organizativo.
  • Dirección participativa que incorpore a todos los miembros de la comunidad en el proyecto, evitando la insana pretensión de pensar por todos, decidir por todos y responsabilizarse de todo porque, de esa manera, los demás acaban por no pensar, por no decidir y por no responsabilizarse.
  • Construcciones habitables en las que sea posible la convivencia armoniosa y agradable. Llama poderosamente la atención cómo otras instituciones sociales (bancos, empresas, comercios,...) tienen una infraestructura espacial más acogedora, funcional y estética que las escuelas.
  • Espacios flexibles que puedan ser reconvertidos para la práctica de una enseñanza adaptable a los grupos, a las actividades y a las finalidades educativas.
  • Espacios adecuados a la naturaleza de las actividades que se van a realizar: laboratorios, bibliotecas, salas de reunión,... La creatividad en el diseño y estructuración del espacio facilitará una acción especializada.
  • Tiempos y condiciones para la realización de prácticas, de manera que el aprendizaje no se convierta en la simple adquisición de ideas y datos teóricos.
  • Estructuras que hagan fácil y viable la participación de todos y de todas en el proyecto. Si hay voluntad y actitud favorable a la participación, pero no hay estructuras que la hagan posible, la ausencia de participación está garantizada.
  • Medios adecuados para el desarrollo de la acción educativa: acceso y manejo de la información electrónica, libros en las bibliotecas, recursos en los laboratorios, materiales didácticos actualizados,...
En un contexto de esta naturaleza es más fácil alcanzar un consenso, establecer una acción coherente y conseguir logros más ambiciosos. No hay niño que se resista a diez profesores que estén de acuerdo. Lo que sucede es que las leyes educativas, frecuentemente, hacen referencia al diseño y al desarrollo del currículo, pero no tienen en cuenta el contexto en el que va a ser desarrollado. Es como diseñar un coche de elegante línea aerodinámica, motor potente y combustible económico, pero no tener en cuenta la carretera por la que tiene que circular. Sería como poner un magnífico coche en los riscos de una montaña. El coche se destrozará, se avanzará poco y el conductor se desesperará ante la ineficacia de sus buenos hábitos

Las evaluaciones

La lógica y la ética exigen que, al poner en funcionamiento un proyecto educativo en una institución, se ponga también en marcha un proceso de evaluación que permita comprobar y explicar si se ha conseguido lo que se pretendía o no. Y por qué. Habría que evaluar qué es lo que sucede con los alumnos y alumnas que terminan la formación en una escuela y se incorporan al mundo del trabajo. Hablo de una evaluación que permita comprender los procesos y que ayude a mejorarlos. El arco semántico del concepto de evaluación es muy amplio. Es preciso cerrarlo para saber a qué tipo de evaluación nos estamos refiriendo. El castellano complica o dificulta la precisión ya que utilizamos un sólo término para referirnos a realidades diversas que, por ejemplo en inglés, tienen referentes linguísticos distintos: «accountability», «assessment», «appraisal», «self-evaluation» son términos referidos a modalidades o aspectos diferentes de la evaluación que nosotros encerramos en la misma palabra. Por eso considero imprescindible definir brevemente el tipo de evaluación a la que me estoy refiriendo en estas páginas. Considero muy importante esta enumeración de características que –necesariamente–, han de ser tenidas en cuenta en su totalidad. El lenguaje es un importante escollo para la comprensión. Y lo más grave no es que no nos entendamos sino creer que nos entendemos cuando estamos diciendo cosas contrarias e, incluso, contradictorias. Decir que hay que hacer evaluación y que hay que hacerla bien, no es decir nada hasta que no sepamos de qué evaluación se trata y para qué se pretende emplear. Por eso es necesario introducir la metaevaluación como herramienta de análisis. Es decir, que hay que evaluar la evaluación. Su rigor, su ética, su finalidad. Hacer evaluaciones sin ton ni son no sirve para mucho. O, lo que es peor, puede ser perjudicial. Hay que saber a quién sirve la evaluación y qué valores promueve (Santos Guerra, 2009). Una evaluación contextualizada Es decir que tiene en cuenta el marco de referencia (tanto diacrónico como sincrónico) en el que la experiencia se realiza, el tamaño de la organización, la peculiar configuración psicosocial que la define, la idiosincrasia de su cultura, el entorno en el que se instala, la procedencia de sus protagonistas, el momento en que se analiza... No hay, pues, una evaluación igual para todos. Tiene en cuenta los procesos y no sólo los resultados Lo cual quiere decir que se realiza durante un período relativamente largo y no en los momentos considerados terminales, que utiliza instrumentos capaces de brindar la compresión de la dinámica procesual y que no sólo acude a los datos de rendimiento para emitir un juicio de valor sobre la actividad desarrollada sino a elementos que se instalan en el acontecer de la acción, en la configuración de los escenarios y en la naturaleza e intensidad de las relaciones. Da voz a los participantes en condiciones de libertad Es decir, trata de facilitar la opinión de manera que nadie se sienta amenazado por hablar o por el contenido de su juicio. Esto significa que ha de garantizarse el anonimato de los informantes y la confidencialidad de sus opiniones. La evaluación no es, pues, un juicio que los evaluadores emiten sobre la calidad de la educación en el centro sino la ocasión para liberar la opinión de quienes actúan en el mismo para generar la comprensión de lo que hacen. Es imprescindible, pues, la captación de los significados que la acción tiene para los protagonistas de la misma. Este hecho confiere a la evaluación un sentido democrático. Se preocupa por el valor educativo en un doble aspecto En primer lugar porque focaliza su atención en la captación del valor educativo de los programas, de las relaciones, de las actividades, etc. En segundo lugar porque ella misma pretende ser educativa en su forma de desarrollarse. Aprobar o no aprobar puede considerarse sustantivo, adquirir o no los conocimientos pretendidos puede ser una parcela evaluable, pero no se puede ignorar todo lo relativo a la dimensión auténticamente educativa: la racionalidad de las prácticas, la justicia en las relaciones, la igualdad de los derechos, la atención a la diversidad, los principios que inspiran el aprendizaje, el curriculum oculto de la organización, la utilización del poder... Utiliza métodos diversos para reconstruir y analizar la realidad Un sólo método no permite captar con rigor lo que sucede en una institución tan compleja como la escuela. Si sólo se observa lo que sucede sin disponer de las opiniones de los observados, si sólo se sondea la opinión a través de un cuestionario sin comprobar a través de la observación cómo se producen los hechos, si sólo se analizan los documentos que recogen el proyecto de intervención o las memorias de la actividad sin descifrar a través de la presencia en el centro si los proyectos tienen consistencia real..., será difícil emitir un juicio fundamentado sobre el valor de la actividad educativa. Está comprometida con los valores de la sociedad La evaluación no tiene solamente en cuenta los valores de la actividad que se desarrolla en el centro sino que presta voz a quienes ni siquiera pueden opinar por no tener acceso a esos servicios sociales o porque resultarán perjudicados por la forma en que se organiza o desarrolla la actividad educativa en un sentido más amplio y social. Es una evaluación en la que nadie tiene el criterio exclusivo o privilegiado de la interpretación correcta o válida de la realidad Ningún estamento, ninguna persona, tiene la facultad o la atribución de emitir el juicio definitivo sobre la realidad. Cuando participan evaluadores externos no tienen éstos la función de ofrecer a los participantes la valoración de lo que hacen bien o mal, sino que les ofrecen los datos y los criterios para que ellos emitan un juicio más fundamentado y ajustado, ya que su compromiso y sus intereses en juego pueden dificultar un análisis desapasionado. No se deja arrastrar por la mística de los números Es una evaluación que no maneja cifras, porcentajes o estadísticas más que de una forma subsidiaria si es que permiten facilitar la compresión. No se basa, pues, en la medición. No se presentan los resultados a través de datos numéricos. No es cierto que solo cuando hay número existe ciencia. Los números están llenos de trampas. Creo que para comprendedr una realidad tan compleja como una institución educativa es necesario que haya un enfoque cualitativo, sin descartar mediciones o cuantificaciones que luego se sometan al análisis. Utiliza un lenguaje sencillo Es una evaluación que se expresa en el lenguaje que utilizan los protagonistas para emitir sus juicios sobre el valor educativo de los programas que se desarrollan en el centro. Cuando el lenguaje de la evaluación es ininteligible los protagonistas están excluídos de la reflexión y, como es lógico, el camino de la mejora está cortado. Los técnicos han usurpado el conocimiento a los protagonistas y lo han puesto al servicio del poder o de la ciencia, pero no al servicio de la comunidad. Parte de la iniciativa del Centro Es una evaluación que surge de la iniciativa interna de la comunidad educativa y que tiene por finalidad última la comprensión y la mejora de las prácticas educativas que se realizan. No se trata, pues, de una imposición externa, de una prescripción legal o de una recomendación de agentes externos sino de una decisión autónoma, asumida y desarrollada desde dentro. Esto no quiere decir que la evaluación externa no sea buena e, incluso, necesaria. Lo que quiero decir es que la evaluación cuya iniciativa nace de la institución (y más si cuenta con facilitadores externos) está más fácilmente vinculada a la mejora. Pretende modificar la práctica Es una evaluación que tiene como finalidad esencial la mejora de la práctica educativa a traves de la discusión, de la comprensión y de la toma racional de decisiones. Algunas de las características son compartidas obviamente por otros tipos de evaluación. ¿Cómo no van a pretender todos los modelos de evaluación conseguir la mejora de la instituciones? Es la globalidad de las características y la coherencia que se establece entre ellas y de todas ellas respecto a los fines lo que configura la evaluación a la que me estoy refiriendo. Muchas investigaciones sobre evaluación ponen de manifiesto (López Pastor, 2009) que la finalidad que las impulsa es tan sustancial como la metodología con la que se realizan ¿Qué se pretende con la evalución? Si la finalidad fundamental es la comprobación, la comparación, la clasificación, la jerarquización y el control nos topamos con una evalución de menor potencia transformadora que la que persigue el diálogo, la comprensión y la mejora. Bibliografía: • Andreoli, V. (2008). Carta a un profesor. Barcelona: Integral. • Apple, M.W. (1991). Trabajo, enseñanza y discriminación sexual. En Th. Popkekewitz, Formación del profesorado. Teoría. Práctica. Tradición (pp. 55-78). Valencia: Universitat de Valencia. • Castells, M. y Subirats, M. (2007). Hombres y mujeres. ¿Un amor imposible? Madrid: Alianza. • Domènech, J. y Guerrero, J. (2005). Miradas a la educación que queremos. Barcelona: Graó. • Elliott, J. (1992). Una crítica del curriculum nacional británico. Cuadernos de Pedagogía, 200, 75-79. • Fernández Enguita, M. (1990). La escuela a examen. Madrid: Eudema. • Giroux, H. (1992). Hacia una pedagogía en la política de la diferencia. En H. Giroux y R. Flelecha, Igualdad educativa y diferencia cultural (pp. 59-60). Barcelona: El Roure. • Gimemeno Sacristán, J. (1982). La pedagogía por objetivos. Obsesión por la eficacia. Madrid: Morata. • — (Coord) (2008). Educar por competencias. ¿Qué hay de nuevo? Madrid: Morata. Marina, J. A. (1995). Etica para náufragos. Barcelona: Anagrama • Pérez Ferrando, M.V. y Luengo García, J. (Coords.) (2008). Escuela obligatoria y mundo laboral. Los Departamentos de Orientación de los IES y la transición al trabajo del alumnado que abandona la escuela tempranamente. El caso de Córdoba. Granada: Consejo Escolar de Andalucía. • Santana Vega, L.E. (2007) Orientación educativa e intervención psicopedagógica. Cambian los tiempos, cambian las responsabilidades profesionales. Madrid: Pirámide. • Santos Guerra, M.A. (2003). Una flecha en la diana. La evaluación como aprendizaje. Madrid: Narcea. • — (2006). Arqueología de los sentimientos en la escuela. Buenos Aires: Bonum. • — (2008). La pedagogía contra Frankenstein. Y otros textos contra el desaliento educativo. Barcelona: Graó. • Torreses Santomé, J. (1991). El curriculum oculto. Madrid: Morata. • Santos Guerra, M. A. Una p retensión p roblemática: edu car p ara los valores y p rep arar p ara la vida • Von Hentig, H. (2003). ¿Por qué tengo que ir a la escuela? Cartas a Tobías. Barcelona: Gedisa. Fuente: • www.revistaeducacion.mec.es

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