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A 100 años de la instrucción primaria: la promesa pendiente de una educación para la justicia social
El objetivo de la "Ley de Educación Primaria Obligatoria" fue revertir la tendencia. Esta entró en vigencia el 26 de agosto de 1920, 20 años después del polémico discurso. Para cumplir con su propósito, entre otras cosas estableció en su artículo primero que: todos los niños chilenos entre los 6 y 16 años, que estudiaran en escuelas administradas por el Estado y las municipalidades del país, estaban obligados a cursar cuatro años de enseñanza básica. Y para asegurar su éxito, estableció diversos mecanismos, uno de los más Interesantes de todos, fue la obligación de padres y "guardadores" de cumplir la ley so pena de presidio en su grado mínimo, o multa en dinero. Otras herramientas para este propósito, fueron: mejorar la oferta educativa mediante escuelas temporales en lugares apartados y rurales; exámenes para aquellos niños que eran educados en sus casas, pero solo para los dos primeros años; prohibición del trabajo infantil menor de 16 años, entre otras.
El 29 de agosto de ese año, el centro de Santiago vivió durante todo el día la celebración por la publicación de esta ley. El desfile fue encabezado por el mismo Darío Salas, que era el Inspector General de Instrucción Primaria. En el Palacio de La Moneda los marchantes fueron recibidos por el presidente Juan Luis Sanfuentes, ministros de estado y otra serie de autoridades. Sin embargo, cabe preguntarse 100 años después si la ley cumplió con su propósito central de desarrollar una educación para la justicia social.
En pleno 2020, en medio de una pandemia que ha puesto de cabeza prácticamente todas las dimensiones de la vida social, conmemoramos los 100 años de una de las leyes más emblemáticas de la historia de la educación chilena: la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria, que mandató que los padres debían enviar a sus hijos al colegio por al menos cuatro años.
Esta ley resultó tan especial por la profundidad del cambio propuesto, pero también por la densidad de una discusión que, períodos más, períodos menos, tardó 18 años en materializarse. En síntesis, la discusión indicaba como argumentos a favor el fortalecimiento de lo público, la importancia de la educación para una vida digna y el desarrollo del país y la necesidad de formar niños íntegros, felices y amantes de la democracia; muy en sintonía con las ideas de John Dewey, que calaron hondo en los educadores de la época.
Y, los argumentos en contra: dificultades de implementación por la cantidad de escuelas disponibles, la necesidad de definir los límites de la injerencia del Estado en las decisiones –y creencias religiosas- de las familias y la relevancia de centrar las reformas educativas en educación secundaria con foco productivo. Algo conocidos resultan esos discursos, ¿no?
Finalmente, la promulgación de la ley se celebró con bombos y platillos, pero sus efectos en la práctica fueron algo limitados. ¡Oh, sorpresa! Gran parte de la población vivía tales niveles de pobreza y precariedad que sus niños eran parte de la fuerza de trabajo familiar y, por tanto, la escuela representaba un estorbo para la subsistencia.
Con este diagnóstico, comienza a perfilarse el concepto de auxilio escolar en el país, señalando que elementos relativos al bienestar –alimentación, alpargatas y salud-, serían la clave para reducir el ausentismo. Eloísa Díaz, primera mujer médico de Chile, fue pionera en higiene escolar, comenzando a impulsar el desayuno obligatorio, la vacunación masiva y la lucha contra el raquitismo, la tuberculosis y el alcoholismo, además de las colonias de verano.
Cien años después, llegamos al 2020, en un mes de marzo que venía a retomar el final abrupto del año escolar anterior dados los efectos de la crisis sociopolítica del 18 de octubre. La historia la conocemos: el Covid-19 obligó a suspender las clases presenciales apenas comenzadas; estudiantes y docentes en sus casas, aparataje tecnológico a toda máquina para hacer clases online y aprender a través de internet.
Si 12 mil escuelas hay en Chile, 12 mil han sido las formas en que se ha vivido este proceso. Quedó en evidencia, en el camino, que el 40% del estudiantado de la educación pública no tiene acceso a internet, que el 80% no tiene un ambiente de concentración para estudiar en sus casas y que la gran mayoría de los niños y niñas siente aburrimiento, ansiedad y estrés*. Y desde los territorios, surgió la preocupación porque las canastas de alimentación Junaeb podían resultar insuficientes; y un detalle no menor -¡oh, sorpresa otra vez!- que las condiciones de vulnerabilidad podrían estar exponiendo a niños y niñas a diversas situaciones de vulneración de derechos.
Aquí estamos, en medio del escenario más incierto que haya experimentado la educación en Chile; con dilemas de larga data y problemas que, antiguos como la humanidad, nos obligan a hacer las cosas de un modo distinto. Persisten la pobreza y la vulnerabilidad y perviven discursos políticos que fácilmente evocan los orígenes de nuestra vida republicana.
Afortunadamente, en medio de la crisis, y en plena discusión de cuándo y cómo retornar a las clases presenciales, han ido surgiendo respuestas creativas e innovadoras desde las propias comunidades educativas, que han ido haciendo enormes esfuerzos para alcanzar aprendizajes de calidad; pero son esfuerzos que no pueden sostener sin la ayuda del Estado y los gobiernos locales.
Cuando se cumplen 100 años de la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria, ¿será que no desperdiciamos esta nueva cuestión social y avanzamos, ahora sí que sí, en los cambios urgentes que se necesitan? Hoy, cuando existe el riesgo de que alrededor de 81 mil estudiantes terminen abandonado la escuela este año, se hace más importante que nunca la promesa de una educación para la justicia social.
Jara, Loreto (2020) A cien años de la instrucción primaria: la promesa pendiente de una educación para la justicia social. Diario digital El Dínamo. Blog de opinión. Sección Educación. Recuperado de eldinamo